sábado, 15 de diciembre de 2007

Amalia, Adela y yo.


-I-
Era marzo, soplaba un viento glacial y el arroyo discurría con intensidad arrastrando las aguas de las fuertes nevadas del invierno.
Lo enterré en la ribera izquierda, bajo las ramas de un sauce. Utilicé toda la mañana en hacerlo, sudé como una esclava y al final cayó boca abajo en la fosa. Por fortuna era un día entre semana pero no había cuidado, en aquel rincón apartado de la montaña no había nadie y mi obra, bien acabada, sería difícil si no imposible de descubrir.


Mi nombre es Patricia Felguer y no nací para ser asesina, tan sólo el destino – ¿o acaso la sociedad? – logró hacer que cambiara de rutina.
Cuando conocí a Ramón, el hombre al que enterré aquel amanecer, sólo era una mujer o me consideraba una de tantas en la ciudad y en el mundo.
Divorciada tras un matrimonio fallido vivía con mi única hija, Adela, de cinco años, a quien quería más que a nadie. Tenía un trabajo de funcionaria en un olvidado departamento de sanidad y llevaba una vida retirada. Cero en relaciones con los compañeros del trabajo, resultado, cero en cuanto a amistades. ¿Antes? Hubo otros y otras, pero tras casarse la mayoría desaparecieron absorbidos por la rigurosa espiral del régimen familiar.
En cuanto a mí, como digna funcionaria, seguí cumpliendo con exactitud el rigor que sugieren las pautas de la sociedad, y pese al transcurso de los años, de forma obstinada continué manteniendo mi forma. Mi cabello conservaba su tono castaño rojizo, mis senos destacaban, mis caderas eran firmes y mis nalgas, sin resultar exageradas, todavía eran compactas. En resumen, cuando caminaba continuaba recibiendo piropos de esos seres mezquinos que nos acompañan en la tierra y reciben el designio de hombres.

Aprendí a odiar a los hombres – ahora lo sé – gracias a la ejemplar ayuda de Carlos. Me casé con él con objeto de que mis padres vieran cumplida esa ingenua o humana aspiración que en el fondo desea cualquier progenitor: Verme casada antes de morir. Sí, diligentemente – no sé debido a qué, pero creo que por entonces abrigaba un absurdo sentimiento de culpabilidad por como evolucioné – consideré mi deber compensarlos, pese a que a quien amaba era a Amalia. Lo de Amalia fue un revés que no olvidaré. Yo era solo una cría y si hubiera aprendido a valorar la forma con que los lazos del amor una vez te abrazan, te oprimen hasta emborracharte en su locura, quizá... No tuve valor.
Se suicidó dos meses después de mi compromiso con Carlos. Dicen que fue un accidente. Lo cierto es que lo hizo de forma estudiada y perfecta, y sólo yo, quien la conocía o creí conocerla a conciencia, sé que no fue lo que pareció.
Ocurrió en una expedición a los alpes. Iba con una cordada de alpinistas, siempre le encantaron esas cosas. Se perdió en circunstancias extrañas. Días después la encontraron sin vida. Llevaba un cuaderno de notas consigo en el que tan sólo había escritas unas breves palabras:


Conservo un beso de carmín que sus labios dejaron
impreso en el espejo del lavabo.
Una foto amarilla, un corazón oxidado.
Y esta sed del que añora la fuente del pecado.



Evidentemente nadie se explicó el significado de aquellos párrafos y cuando supieron a quien pertenecían, tampoco les sonó extraño; era sólo una canción. En cambio yo lo reconocí de inmediato. Era un fragmento de su melodía preferida de Sabina: “Amores Eternos.” Y su forma personal de despedirse.

Carlos en el fondo pensaba que las mujeres solo servimos para fregar platos y planchar. No lo admitía – todos suelen hacerlo – pero en su interior era un machista. Suponiendo que yo, su boba y dócil mujer, no me iba a enterar me puso los cuernos de cien maneras diferentes. Trabajé con afán y contraté a un detective con quien puse las cosas de cara.
No puedo evitar recordar el semblante que puso el día en que le pasamos las fotos en las que jodía con sus amigas. Como es natural tras el juicio que gané de forma convincente, la responsabilidad del cuidado de Adela recayó sobre mí.

Con el dinero que me sobraba de la herencia y cierto descaro – una baja que pedí por falsos motivos familiares – emprendí el viaje que deseaba y necesitaba tomar con mi hija por Europa.
Praga, Bucarest, Moscú, Oslo, Londrés, Roma... Las grandes ciudades abrieron sus puertas y secretos a nuestro avance constante y risueño. Ambas disfrutábamos como enanas. Adela era una bella sirenita que, mediante su ilimitada curiosidad, me mantenía despierta y feliz. Deseaba aprender y yo quería que descubriera el mundo desde su infancia, no que permaneciera encerrada su juventud, tal como sucedió conmigo. Con ella me sentía cómoda y más a gusto que con cualquiera, porque en realidad no necesitaba a nadie más.
Llegamos a París: Versalles, La Bastilla, La torre Eiffel, el Museo D´Orsay... el Louvre.
Aquella mañana había mucha gente en el Louvre; en realidad se trata de uno de esos museos internacionales en los cuales la gente desfila a manadas. Tomando mis precauciones escribí la dirección del hotel en el cual nos alojábamos y el teléfono en el brazo de Adela.
La sala de la Mona Lisa estaba llena y era imposible ver el retrato. Seducida por la curiosidad me puse de puntillas y al hacerlo solté un instante su mano. Jamás debí hacerlo. Cuando me di la vuelta ya no estaba.
Desquiciada, comencé a bracear y a llamarla; en un instante me encontré rodeada de multitud. Llegaron los asistentes del museo. Tardaron un rato en encontrar a alguien que hablara español y cuando lo hicieron, de forma atropellada les expliqué el incidente. El intérprete me aclaró que la buscaban sin descanso, pero que el museo era inmenso, lo cual era obvio.
Al atardecer cerraron las puertas y Adela no apareció. Me trasladé a la comisaría y denuncié lo que, aunque me resultara alucinante, ya consideraba su rapto. No podía parar de llorar y los ojos me dolían. Pese a lo cual todos, y sobre todo el hombre que hablaba español quien no se separó de mí, me animaron a mantener la calma y me dijeron que estaría solucionado en cuestión de horas.

Dos días después nada estaba resuelto. Es más, no había un indicio convincente. Nadie parecía haber visto salir a Adela del museo. Resultaba tan... ¡increíble!
Transcurrió un día, una pesadilla más. Eran las tres de la madrugada y tampoco podía dormir cuando el teléfono sonó. Entonces y por vez primera oí con consternación la voz del hombre trastornado. Me amenazó con que si hablaba mi hija aparecería en el Sena, y cuando me percibió dominada, me dio una dirección en la cual debía de presentarme con diez mil francos en metálico; por supuesto, sin policía. Insistió en que de encontrar a un agente jamás volvería a verla. Oír aquello me dejó descompuesta y a su merced.

A partir de esa madrugada mi vida cambió por completo. Ramón no se conformó, exigió más. De repente me di cuenta, estaba enredada en una trampa de amenaza y extorsión, e intuí que más adelante, cuando se me acabaran los fondos o se cansara de mí, el suplicio final iba a estar reservado a ella.
Esa primera vez me sentí amordazada, como si me hubieran adormecido con formol. Mientras me hablaba lo escuché flotando en un limbo de mugrientas telarañas. Me permitió verla un instante. Estaba maniatada, en el maletero de un sedán negro.
Me indicó que esa misma madrugada tomara un tren rápido y abandonara París. Al amanecer me hallaba en un espacio distante a cientos de kilómetros. Un lugar del cual ni yo misma tenía idea o referencias, dispuesta a afrontar otra cita con una finalidad, mantener con vida a mi hija. Ella estaba en su poder y ahora yo, también lo estaba...


-II-
Pasaron los meses y conforme apuraba el dinero averigüé nuevas cosas. En primer lugar Ramón debía de haber trabajado siempre como vendedor; tal vez vendiera productos de determinadas entidades por diversos países. De modo que para mi mala fortuna no tenía lugar de residencia. Segundo, por su acento, seco y preciso, debía ser de Madrid. Por cierto, yo era de Casteldefells. Por lo general los habitantes de las grandes ciudades me inspiraban desconfianza. Los de la capital me resultaban prepotentes, y no porque fuera catalana, sino porque al hablar algunos daban la impresión de sentirse en propiedad de la denominación, español. Tercero, y esto fue una noticia que supuso por un lado alivio y por otro inseguridad: Ramón era sexualmente nulo. ¿Cómo pude descubrir algo tan íntimo? Sencillo. En una de las entregas trató de forzarme, y de haber sido un hombre normal, apenas le habría supuesto esfuerzo, ya que en mi situación no podía oponerme. En cambio, incapaz de lograr una simple erección se detuvo. Lo cual me alivió en cierto modo, aunque solo durara un instante. Cuarto, era violento y si me retrasaba en sus citas por cualquier razón – a menudo sucedía porque en aquellos países lejanos me perdía – me orientaba de un bofetón. Sobre este apartado no quiero hablar. Maltrató a Adela en mi presencia y lloré tanto que me quedé varias veces sin habla. Y quinto, pese a ser un hijoputa era listo, y me pescó siempre que intenté jugársela. Pero soy mujer perseverante y supe esperar mi oportunidad hasta que se presentó.
Mi baza, una casualidad impredecible y majestuosa, que en cierto modo siempre le deberé a mi queridísima Amalia y su gusto por las montañas...

Una vez más supe que nos llevaría a otra parte. Mi pesimismo era absoluto, pues en todo momento me hacía seguirlo a lugares desiertos, en los que tratar de tender una trampa resultaba una temeridad. Pero la vida es un pañuelo y cometió el error que nunca debió figurarse. ¿Cómo adivinar que yo había estado en aquel diminuto e inhóspito valle de Pirineos disfrutando de un delicioso mes en compañía de Amalia? Su error tal vez consistió en acercarse a la península, donde supuse tendría labores pendientes y en las que profundizar resulta inútil.
La cuestión es que por entonces estaba tan baja de ánimos que no me di cuenta de que conocía el lugar, hasta pasados tres días, cuando pidiendo una cantidad me citó en el precioso y perdido arroyo de montaña.

Cuando nos encontramos nos detuvimos frente a frente, contemplándonos una vez más. Había aprendido a odiarlo con toda mi alma y él lo sabía, pero no se acobardaba, al contrario, parecía degustar con placer el control que ejercía sobre mí.
Hasta ese momento estuve ajena, concentrada en mi hija, con mis pensamientos y recursos enfrascados en reproducir su imagen en mi mente. Su perfil; el que me negaba desde hacía tres meses. ¡Dios! Ni siquiera sabía si ella continuaba con vida.
Le supliqué que me dejara verla. Articulando una sonrisa sarcástica y haciéndose de rogar, finalmente, se fingió benevolente.
De pronto se obró el milagro. Las formas cobraron apariencia, y a mi alrededor el paisaje con su horizonte violáceo, volvió a ser un caluroso lugar de verano, como cuando Amalia y yo estuvimos allí, besándonos, bajo la cascada que se hallaba a sus espaldas, esculpida ahora en delicado cristal azulado. De repente aquel era un espacio conocido y por primera vez en un tortuoso año algo daba forma y sentido a mi vida.
Azorada, retiré los ojos de Ramón y los volví contra el suelo. En ese momento escuché su ronquido de gozo. Juzgar mi acto de involuntario temor como un síntoma más de mi derrota y sometimiento había sido de su agrado. Masculló.
- Bien...
Y me preguntó.
- Lo has traído.
Era una pregunta innecesaria, lo llevaba conmigo, pero era el procedimiento de rutina que necesitaba la respuesta habitual; la bocanada de aire y vida para mi hija: El dinero.
Desde hacía un año estaba acostumbrada a moverme transportando encima como mínimo medio millón de euros en metálico, arriesgándome en cualquier lugar y momento a ser atracada o a perderlo. Me daba igual el dinero, por mí que se lo quedará, pero que me la devolviera con vida. De hecho se lo propuse una vez ¿o fueron cientos? Aguardando siempre la llamada. Ya no vivía, me abandonaba, ojerosa y angustiada con el móvil siempre cargado y un temor supersticioso a perderlo. Me aterrorizaba la idea de no volver a escuchar nunca aquella llamada sin número de identidad y esa voz ruin, pero para mí, la única que tenía sentido. A veces me permitía hablar con ella. Y si comunicarme sin llorar me resultaba imposible, una vez había empezado, cesar era un suplicio. Seguía durante horas hasta que las lágrimas simplemente se acababan, y siempre estaba el dolor...
Le dije.
- Sí, aquí está...
Le entregué mi bolso en el cual había la exagerada cantidad de cuarenta mil euros. Lo malo, que después de aquello, apenas me quedaban diez mil en el banco. Era el final de un abismo sin fondo, y no sabía a quien recurrir como no fuera a la policía. Estaba sola y sin recursos. ¿La familia? En ellos no hallaría consuelo. Con quienes no me habían repudiado por lesbiana me había peleado por el asunto de Carlos. Y aparte, no eran precisamente, millonarios. Con seguridad todo su apoyo se reduciría en recomendarme que acudiese a la policía. Y eso era algo que me negaba a escuchar, porque estaba segura de que al más leve contratiempo, aquella rata no dudaría en ejecutar a mi Adela...

Hacía un frío insoportable y empecé a tiritar. Ramón cogió el bolso y tal como acostumbraba, comenzó a contar el dinero desde el primer hasta el último billete. Luego sonrió y musitó.
- Acompáñame.
Lo seguí con incertidumbre y deseo. Anhelaba encontrarme con ella. Me había acostumbrado a soñarla y luego a verla y a que Adela me viera igual que un animal encerrado en su jaula ve a quienes vienen a observarlo por extraño. Abrió el maletero, introdujo sus manos y cuando se dio la vuelta en una llevaba un revolver y en la otra una piqueta. Me detuve con sorpresa. Señaló.
- Fin del camino.
Incrédula lo miré y solo acerté a balbucear.
- ¿Cómo?
- ¡Vamos! Voceó. Y continuó.
- Para qué seguir fingiendo, si estás sin un céntimo...
Lo miré con espanto y exclamé.
- ¡Me quedan diez mil!
Soltó una carcajada y añadió.
Te quedaban, ya no. Cariño, cierta vez me dejaste el bolso, tal como acostumbras a hacer, y encontré un número escrito en un papelillo. Supuse que era de una tarjeta de crédito. Tomé nota te la robé y acerté: Funcionó. Sólo he tenido que echar un vistazo a tu saldo y comprobar que después de esta entrega dispones de diez mil, que por supuesto ya son míos. ¿A que todavía ni las echas en falta? Claro, ¡para qué! Si ya no la utilizas. Bien… Ahora te pido ochenta mil más. ¿Puedes pagar...?

Lo miré sin hablar. No había respuesta a esa pregunta, no había más respuestas. Resollando hice la pregunta que me interesaba.
- Dónde está...
- ¿Quién? Adelita... ¿Quieres verla?
- Sí...
- Hum... No es mala idea. Me gustará veros juntas otra vez.
- Sígueme.
Me condujo a través de una zona boscosa. Caminamos hasta llegar a un diminuto claro en la maleza, cerca del río. Y allí, atada y amordazada, semiinconsciente por el frío, sin apenas abrigo y echada sobre el suelo, estaba mi hija.
Proferí un grito y me arrojé gimiendo y besándola. Y en tanto mis lágrimas afloraban por mis mejillas, traté de prestarle el calor que le faltaba y que no había sido capaz de darle en el último año. Escuché el percutor del arma y un seco “levanta.” Cesé de llorar, permanecí en silencio y lo miré encolerizada. Con el revolver debía sentirse seguro y parecía disfrutar, quizá por única vez en su dolorosa vida de enfermo.
Sucedió de nuevo, a mi alrededor el paisaje cobró forma, y pude reconocerlo. Había estado antes en ese lugar, una vez, y ahora iba a morir allí mismo. Aunque quizá... ¿no? A sus espaldas, oculto por la frondosidad de las retamas recordé el pequeño y peligroso terraplén en el cual estuve apunto de caer aquel día, cuando alborotada por la satisfacción de mi primer contacto sexual con Amalia, acudí para satisfacer mis necesidades fisiológicas.
Chillando a rabiar, empleando todas mis fuerzas, me abalancé y lo empujé. Sorprendido, perdió pie, profirió un grito entrecortado y desapareció tras los arbustos. Se oyeron unos chasquidos, finalizaron en un golpe seco. Temblando procedí a desatar a Adela, cuando le quité la mordaza dio un gran suspiro. Estaba pálida y extenuada y apenas podía gemir. La tomé en mis brazos y corrí hasta mi coche. Me disponía a entrar cuando escuché la detonación y sentí silbar la bala cerca de mí. La introduje rápido, le supliqué que no se moviera y me volví. Apoyado en un árbol Ramón gesticulaba con el arma. Desesperada, me armé de una piedra y vociferando al límite de la histeria, se la lancé; no alcanzó ni a sus pies. De pronto dobló las rodillas y se desbarató sobre la escarcha del suelo. Incrédula y muerta de miedo, me acerqué con desconfianza hasta él. El arma permanecía a su lado, se la arrebaté de un manotazo. Había caído boca arriba, su rostro estaba ensangrentado, respiraba y sus ojos abiertos miraban al cielo. Sin embargo no hablaba o era incapaz de hacerlo. No sé nada de armas y además me dan miedo, fue algo instintivo. Solté la pistola y en su lugar cogí un canto y le trunqué el cráneo. Resultó algo desmesurado y brutal. Sentí una opresión en la boca del estómago, seguidamente arcadas. Estallé y vomité hasta que solo quedó una bilis blancuzca; tardé un buen rato en recuperarme. ¿Y Adela? Más muerta que viva ni se movía. Cuando me aseguré de que Ramón estaba inmóvil para siempre, volví junto a ella. Excitada entré, puse la calefacción, la abracé, besé y lloramos durante más de una hora. Después salimos. Un sol brillante y protector comenzó a calentarnos. El día parecía mejorar. Tuve entonces una certeza; Amalia jamás me dejó...

José Fernández del Vallado.Josef. 15 diciembre 2007.

domingo, 9 de diciembre de 2007

Lidia.





Descubrí a Lidia Tauromakis por vez primera una noche de San Valentín.
Descifrar primero su extraña belleza y luego otros aspectos que nunca pensé percibir pero que hoy ya nunca podré olvidar fue mi sino y me ha marcado para siempre.
Lidia… ¿por qué estaba tan sola? ¿Qué estaba haciendo cuando la encontré? ¿Acaso se esforzaba en hacer suya una porción de llama entre sus manos, o pretendía adivinar danzando en el fuego su incierto futuro? No lo sé, no me lo quiso explicar. Pero a la pregunta de quién la había invitado al festejo si me contestó. Sin apenas inmutarse, me dijo:
- Isabella.
Y a continuación con un destello de malicia en sus ojos me preguntó.
- También la conoces… ¿verdad?
Y yo, mintiendo, le dije.
- Sí.
En realidad no la conocía pero había oído hablar de ella y no precisamente bien. Isabella era para las mujeres de mi entorno una furcia descarada y para los hombres una ninfómana. Más tarde averiguaría que en realidad era eso mismo, pero sin exagerar.

Lidia Tauromakis se instaló en mi vida sin que me diera cuenta, en realidad sin hacer ruido. Creía tenerlo todo bajo control cuando ella ya estaba otra vez en mi coche, y volviéndose a mí me decía con una tristeza cansada:

- Joan, de verdad, te quiero…
Y yo sonreía como un hombre duro, como el hombre duro que era y le preguntaba.
-¿De verdad lo crees?
Y ella me contestaba.
- Vamos. Si lo sabes. ¡Para qué lo preguntas!

Empecé a salir con ella. Iba a recogerla por las tardes a su piso de Alcorcón… ciudad de aparente limpieza que apenas deja entrever la tragedia de las almas que duermen allí. Sí, algo me extraña y no me gustaba y me sigue sin gustar de ese lugar. La esperaba a la puerta, ella nunca me dejó entrar en el piso, y menos, claro está, en su habitación. La llevaba al cine.
Mientras íbamos de camino me acariciaba en la nuca y luego, durante la sesión, se recostaba a mi lado. Después cenábamos, casi siempre en silencio, porque ella hablaba poco, al menos conmigo, con cualquiera no lo sé. Era una mujer silenciosa, pero tenía una bonita voz y me quería o al menos yo así lo sentía y con eso me bastaba y además, cuando llegaba la hora del amor no había nadie más sobre la tierra.

Una vez quise presentarla en sociedad, la invité a una fiesta que organizaba un amigo, se negó a ir y tuve que ir yo solo. Luego pretendí llevarla a bailar a un local con otros amigos, tampoco estuvo dispuesta. En cambio accedió gustosa a dar un paseo conmigo a las tres de la madrugada por el monte que linda con el chalé de unos parientes lejanos con los que mantenía cierta relación. Eso, lo recuerdo bien, sí le encantó.
Lidia Tauromakis podría parecer una mujer rara por algunos motivos. El primero y el que más la estigmatizaba era su oscuro pasado familiar, colmado de parientes con muertes prematuras e incluso violentas y de las cuales no era proclive a hablar. El segundo, que sólo accediera a salir por las noches, ya que de día trabajaba en un oficio al que tampoco quiso referirse. Estaba claro, yo tampoco deseé forzarla nunca a decir lo que no era de su agrado, a fin de cuentas, qué me importaba su trabajo si lo primero era – me repetía a mí mismo – su amor. Y resultó ser cierto. Pues para mí sólo era una mujer hermosa, pero eso sí, la mujer más bonita del mundo.

Mucho tiempo llevó Lidia Tauromakis una cadena con una inscripción grabada en oro con su nombre que yo le regalé. Y hoy ya no podré olvidar el inmenso placer que alcancé a través de ella y si fue así, el que ella logró extraer de mí. Primero, aquellas noches en que me obligaba a conducir más de setenta kilómetros hasta el monte, para desde allí caminar entre las rocas y la oscuridad hasta alcanzar la casa. Y cuando llegábamos, hacerlo con ansiedad entre las cuatro paredes de aquel diminuto santuario que yo ¿le descubrí? ¿Fue así? No lo sé. Aunque jamás he vuelto allí. Como tampoco nunca he vuelto a intuir o siquiera desvelar tanto placer en una mujer. Sus convulsiones eran mis orgasmos, sus llantos los míos y sus suspiros los de ambos. Estábamos allí, solos en la oscuridad, en aquel lugar ajeno y sombrío y sin embargo yo no me sentía con miedo sino en mi hogar. ¿Cómo era así? Sin duda porque estaba con ella, pues lo demás me importaba bien poco.
Luego, al amanecer, volvíamos en silencio. Yo manejaba cansado pero feliz, mi brazo derecho firme sobre la palanca de cambios, hasta que sentía el calor de su mano sobre la mía. Entonces ella encendía el casete, ponía una cinta que siempre llevaba consigo y con dulzura empezaba a entonar sus hermosas melodías de amor.

La dejaba junto a su portal y se iba sin volverse a mirar, y con haberlo hecho una vez me hubiera dado por satisfecho. Sin embargo siempre era igual, al separarme sentía el mismo dolor. En cuanto a ella ¿no imaginaba el daño que me hacía? ¿No sufría igual que yo? Aún así, creo que en cierto modo me amó como era capaz de hacerlo con un hombre.

Pero hasta las cosas buenas se tuercen de forma inverosímil y lo que yo no pude aceptar fue que se negara en redondo a dejarme una foto; una sencilla foto de carné para guardarla como recuerdo, tenerla en mi cartera y llevarla siempre conmigo. Ciertamente me duele que una cosa que comenzó siendo un juego de niños se convirtiera en un escollo insuperable.
Una noche reñimos y ella, haciendo uso de una indiferencia que manifestaba como solo ella sabía, acabó por dejarme tirado. Tirado y perdidamente enamorado, y desapareció de mi vida.

Monté guardia frente a su portal pero acababa agotado. Me dormía y nunca la veía salir. Así que pasados unos meses deduje que ella ya no vivía allí; me rendí y la dejé de asediar para siempre.
Yo la dejé… pero en cambio ella no hizo lo mismo. Se instaló en mi mente con tal intensidad que por las noches continuaba viéndola en sueños y me despertaba sudando y añorándola. Vagaba por los parques sin dejar de pensar en ella, traté de volver al trabajo en la redacción cuando mi mente solo giraba en torno a ella. Pero no estaba del todo anulado y continué teniendo capacidad de escribir, aunque sí limitado, pues era capaz de redactar cien artículos, mil artículos, pero todos de ella.
En fin, para qué pensar, obsesionarse o lamentarse, si ya no estaba. Se había marchado hacía más de un año y yo seguía teniéndola presente, cuando me había dejado sin nada a lo que agarrarme. Sus pertenencias, sus cachivaches, no eran muchos, lo sé, todo se lo llevó... Y sobre todo se llevó nuestro amor y ahora ya no tenía nada para recordarla sino un espacio en blanco de aire que cada vez se enrarecía más en mi memoria.

Sucedió bastantes años después. Estaba en Italia. Disfrutaba de un viaje de placer por Venecia con mi novia actual. Sí, me había rehecho y mi vida al fin parecía haber recobrado la normalidad perdida. La tarde que la vi estábamos ambos sobre uno de sus oblicuos puentes, recreándonos con el bello espectáculo de las barcazas y góndolas al atravesarlo, y a lo lejos, las cúpulas de San Marcos difuminándose contra el gris de unos turbios aunque mágicos nubarrones que presagiaban tormenta.
Ella no pudo reconocerme, pues en ese momento tenía el objetivo de la cámara cubriendo mi rostro. Iba acompañada por la tal Isabella, las dos solas en una góndola, una frente a la otra, sin hablarse ni mirarse y sin prestar atención a la belleza que las rodeaba porque ellas también eran esa belleza.
Lo hice siendo consciente y a la vez sin darme cuenta. Disparé primero cinco veces, luego seguí, diez, quince veinte fotos o más. Hasta que advertí la voz de Minerva apremiándome molesta. Le dije que me encantaba la panorámica y ella con cierta ironía me respondió.

-¿Cuál? ¿La de las dos hermosuras que acaban de pasar…?

La interrumpí exasperado con su bien intencionado acierto. Claro, ni ella misma podría imaginarse que acababa de emplear casi un carrete en aquellas dos mujeres, y le dije.
-No. La Basílica de San Marcos, las casas y el canal. Aquí todo es precioso y tan perfecto…

De vuelta, revelé en mi casa las fotos y jamás podré creerlo, y si lo creo es porque todavía las guardo para volver a verlas y cuando las veo… ¡allí sigue la góndola, el canal y todo lo demás! y si digo todo lo demás me refiero a ¡todo! comprenden, excepto a ellas… porque ellas son las que no están… Ya que en el lugar donde debieran estar solo hay dos sombras de trazos imprecisos y deformes…



José Fernández del Vallado. Escrito en Enero 2005/Arreglos: Diciembre 2007.