lunes, 3 de noviembre de 2008

Sequé las lágrimas a Odette...


Dicen que en el “Barranco do Corvo” las noches en que sopla brisa tenue del sur, deslizándose entre el rumor del viento, se oye rugir a la fiera. Y a su lado el mulato Oliveira Estreito de Frades, entona la melodía triste del hombre enamorado que encontró el amor de su vida y lo volvió a perder para siempre.

Oliveira Estreito de Frades estaba solo de nuevo. Odette se había ido: Lejos, en busca de cualquier lugar adecuado. Los recuerdos que le dejó eran una carta triste y escueta, un nuevo idioma aprendido, y besos dulces, con sabor a menta y licor, en aquella ciudad inhóspita, enclavada en un océano de polvo y montañas áridas, agujereadas como un gran queso gruyere en Mato Grosso do Sul. Al fin y al cabo, su ciudad, el único lugar que conocía y del cual no sabía salir. Porque aunque lo deseara, era un hombre incapaz de hacer nada que no hubiese aprendido a golpe de piqueta y martillo. Y estaba atrapado hasta la médula o hasta la muerte – si todavía vivía – en la trampa de la esclavitud sin ser esclavo de nadie, excepto de sí mismo, su inútil trabajo y de algo peor...
Finalizada su jornada en la vieja mina Oliveira iba al bar “Lua Cheia” y bebía; era alcohólico, pero nadie se lo reprochaba. ¿Qué echar en cara en un lugar donde el cincuenta por ciento de la población estaba en situación semejante? Aunque no se tratara de una situación sino más bien de un estado en sí; el de una ciudad que vivía sumergida en su aparente realidad. La dependencia de un metal cada vez más infravalorado, cuando la época colonial del hombre blanco y el oro habían dejado de contar hacía ya tiempo.
Ni siquiera sabía por qué era minero o tal vez en sus sueños etílicos lo recordara. Nació con las herramientas en sus manitas de niño, aquellas que su padre le hizo tomar mientras le decía: “¡Trabaja...! Sólo picando podrás salir adelante. Sí, hijo mío, trabaja y serás un gran minero, el mejor. Pues obtendrás la fortuna que ni tu abuelo ni yo conseguimos.”
Cuando iba a emborracharse y renqueante volvía al barracón, de forma inevitable los recuerdos lo abrazaban y se formulaba la misma pregunta: “¿Dónde, dónde está esa dichosa fortuna?” Aunque en el fondo lo sabía, en aquel miserable lugar nunca la iba a encontrar.

Odette apareció en la ciudad cual denso y fragante aroma arrastrado por los vientos hacia el destierro del olvido. Coincidiendo con la última chispa de esplendor de una comunidad en el ocaso – el hallazgo de un filón – proporcionó el estallido de un sol de falsos destellos. El fulgor alumbró los corazones tres años de resurrección emergente, después se apagó. Tres años durante los cuales Oliveira, hasta entonces sumido en su mundo de ánimas, merced al descubrimiento de Odette, renació amó y la encumbró como al único dios en su mundo.
Odette era una joven de estrella difusa y ni siquiera estaba alumbrada por la virtud del encanto. Hija de todos y de ninguno, volaba cual milano perdido al azar y los lugares en los que sus pies o alas invisibles recalaban, no eran sino pozos donde la miseria humana se hallaba ya establecida.
Llegó a la ciudad y firmó con una empresa de limpieza encargada de los establecimientos de la multinacional asiática en la cual Oliveira trabajaba. Y así se conocieron; él cerrando los locales que ella fregaba a sus pies. La cuestión que aprendió Oliveira de Odette fue que un corazón, pese a estar enfangado en sublime miseria, si es soñador y romántico, es capaz de sobrevivir en un mundo sórdido. Aunque tal vez el corazón y los sentidos de Odette crearan dicho romanticismo con visos de auto protección. A fin de cuentas, el porqué le dio igual. Lo que le maravilló y enamoró fue su estela de sentimentalismo translúcido, que obviaba los intersticios de la decadencia y realidad, si había algo real en su vida. Por eso no le importó vivir tres años de fantasía en un mundo cuyo florecimiento era un brote inmaduro en una primavera inestable.
¿Era Odette bella? Desde luego. Al menos en lo que a él concernía. Cuando la verdad es que ante cualquier hombre pasaba inadvertida y apenas resultaba tener atractivo. Pues era pálida y fina como una espiga seca de maíz, sus cabellos rizados parecían una esponja rugosa, y sus ojos ni siquiera emitían el destello que proporciona una vida sana y feliz. En cambio, para Oliveira, era una flor cuya voz de tallo delicado siempre estaba a punto de quebrarse. Lloraba cuando menos lo esperaba y reía cuando el tiempo era más crudo; transformando su alrededor en un lugar limpio y brillante, de colores densos y flotantes. A su lado, la oscuridad y el alma turbia de Oliveira parecían sobreponerse al túnel donde se refugiaban, y estallaban envueltos en una alegría mil veces más poderosa que cualquier borrachera de alcohol. Entonces era el mulato orgulloso, no el arredrado; el portador de dos bellas sangres, no el hombre de sangre turbia; más listo y fuerte que el negro y ladino y hábil que el blanco. Capaz de enfrentarse a cualquiera sin miedo a morir, porque dar la vida por Odette, si fuera necesario, era un digno placer…
Juntos protagonizaron grescas frecuentes, originadas siempre por el exceso en la bebida de Oliveira, de las que curiosamente salían bien parados. No ocurría así cuando él estaba solo. Entonces recibía palos con la intensidad de vendavales, se levantaba magullado, y deprimido corría a contar sus penas a su única luz.
A ella la soledad le aterraba. En el piso que Oliveira le alquiló, las horas que no transcurrían dedicadas a su trabajo de limpieza, recibía entre diez a quince visitas diarias de hombres; clientes fijos y estables. Con cualquiera de los cuales al regresar agotado por las tardes, sin siquiera volverse a mirar, se cruzaba Oliveira; no existían para él.
Regresaba a ella sonriente, feliz de estar a su lado; sin inferir en su doble existencia, de la que por descontado ella tampoco le hablaba. Ya que todo estaba claro. Él era su amor y los demás tan sólo meros objetos. Hacerlo era un sacrificio necesario que la vida exigía para poder sacar adelante sus sueños con dignidad, si invertir lo imposible fuera factible. Eran dos almas concebidas en el mundo para servir un mismo fin: el placer de la ingratitud. Eran casi iguales, con un matiz, una brecha que cada vez se iba abriendo más entre ambos. Él se consideraba indigno y era incapaz de soportarse a sí mismo, ya que aunque de forma vaga, alcanzaba a vislumbrar el aspecto de la losa que arrastraba, y la dimensión de la miseria social que esgrimiendo la sutil coyuntura del doble rasero, lo arrinconaba. Por ello se arropaba en la bebida. En cambio ella, blanca como la cal, con plenitud inconsciente aceptaba su naciente vida de ramera. No tenía visos de mirar más allá ni sabía cómo hacerlo. Envuelta en su espesa capa de romanticismo estaba inmunizada contra ello. Soñaba con aquello que hubiera podido ser y no era. Había días en que aparecía ataviada como una digna secretaria y fingía serlo; otros era una tímida señora del hogar; los más una bella y digna señorita, nunca meretriz...
Cuando se unían ambos se transfiguraban y convertían en nobles señores y lo eran, pues iban a lugares en los que por separado, no se atreverían a entrar: Teatros, fiestas de sociedad, banquetes etc.

Fueron tres años de alegrías, sueños, promesas; que se sucedieron con la intensidad de un océano y sus mareas, y como tal tuvieron descensos abismales o crecidas que hicieron vibrar los sentidos y la piel de Oliveira, hasta exudar el alcohol contenido en sus poros y lograr que se renovara con vida dulce, salada, inconsciente e irreflexiva, pero limpia. Estaba libre y era libre de amar y amó intensamente, y puesto que anteriormente había sido incapaz de expresarse, descubrió la forma de hacerse entender mediante el amor, encontró luz en los recovecos turbios de su ciudad, y percibió el brillo de una nueva vida reflejado en los ojos negros de Odette, cuando le hacía el amor y lloraba de placer, sintiéndose un hombre no una alimaña, sabiéndose completo y por vez primera, realizado.
De pronto ella quedó embarazada ¡de cualquiera! No se inmutó y abortó sin problemas.
De súbito, los ojos hasta entonces ciegos de él se abrieron y vio ¡pudo ver! La mujer que le parecía dulce y romántica, de corazón grande y noble, era sólo ¿una fría serpiente? No quiso ver más. Regresó de nuevo a los devastadores brazos de la bebida y encharcó sus arterias hasta embotarlas de locura. Ya no era amor ni pasión lo que contenía en su interior, sino dolor incomprensión y litros de alcohol. Un dolor insoportable desgajaba su corazón, y a cada trago, su alma ardía incendiada en una deflagración pavorosa. De pronto era incapaz de explicarse el porqué. ¿Por qué había permitido que su consciencia en estado de inconsciencia le indujera a enamorarse de una mujer detestable?
La visitó, se revolcó, suplicó e insultó. Y dirigiéndose a quien estaba con ella, un negro joven y fuerte como un toro, compañero del trabajo, cegado por la ira trató de agredirlo. El hombre lo miró con perplejidad, acongojado, sin ansias de violencia y sobre todo sin entender. Y en su defensa, atenazándolo mediante una llave, le propinó un violento revolcón que ocasionó que quedará postrado a los pies de Odette, sin cesar de gimotear como un niño. No hubo compasión para el borracho violento y escandaloso, el hombre de sangre mezclada, el mulato, la aberración. Fue arrojado a la calle embarrada como un perro...

Y ahora Oliveira estaba solo. De nuevo en la oscuridad. Quizá más solo que nunca; perdido en las quebradas. Aquella misma mañana en lugar de dirigirse a la mina lo decidió. Dejaba todo por Odette y partía tras ella.

Decían, aunque nadie lo supiera con certeza, que en aquel lugar sobrevivía un onca (jaguar) astuto y viejo como un reptil. Imposible de atrapar porque durante el transcurso de años y experiencia se conocía las trampas que urdía el hombre mejor que cualquier hombre, por ello detenerse a pernoctar en el barranco, no era recomendable.
Si como minero Oliveira era un trabajador de relativa dignidad, como alcohólico era un modelo. Por eso aquella mañana se olvidó de llevar lo imprescindible, excepto una caja de madera con tres botellas de su mejor ron importado.
Cuando comenzó a caminar, a malgastar energías, y el temblor de la ansiedad se convirtió en apremiante, ya estaba perdido. Obviamente, para aliviar la situación, decidió echar mano del ron.
Un par de horas después, al atardecer, tras apurar botella y media se hallaba postrado en una hondonada. Cuando el anochecer y Babá lo sorprendieron deliraba. Babá, antiguo jefe indígena; oportunista, reconvertido al pillaje, violador y salteador, reconoció enseguida a Oliveira. Pues en tiempos, su padre había sido compañero de caza. No pudo reprimir una sonrisa inicial de asombro y luego de malicia. ¿Qué hacía perdido en aquel paraje Oliveira cuando jamás salía de la mina y menos de la ciudad? Al registrar sus ropas se llevó una sorpresa. Envuelto en forros de cuero, bajo las suelas de sus zapatos, ocultaba una pequeña fortuna que como a un muñeco sin fuerzas le arrebató. A continuación quiso asegurarse y disponer del tiempo suficiente para escapar. Procedió a amarrarlo a una roca y allí lo dejó, sabedor de que aquello podía suponerle la muerte. Claro que eso estaba lejos de importar al viejo y ahora también rico, Babá.

Tras su revuelto sueño etílico Oliveira Estreito de Frades abrió los ojos en la oscuridad, y envuelto en una mezcla de sorpresa y terror se topó con los ojos amarillos del onca firmemente asentados en él. Cierto, conocía la existencia de la fiera, todos los de por allí estaban al tanto de los rumores, pero exceptuando al viejo Paulino – una sola vez– nadie había sido capaz de ver nada que no fuera un vago rastro. Y, ahora, lamiéndose las barbas con fruición, rediseñado en animal, el fantasma, parecía gozar su impunidad y merodeaba en torno al prisionero. Finalmente se acomodó sobre las patas traseras y rugió un par de veces. Era un bufido extraño, una combinación entre el lamento de una mujer apurada y el rebuzno de una mula pequeña. Aguardando lo peor Oliveira cerró los ojos un instante y cuando volvió a abrirlos de nuevo, el onca no estaba.
Sin esperanzas (memorizó el rostro de Babá riéndose ante él y supo que como todo buen cazador era maestro en el arte de de anudar) probó a hacer presión sobre la atadura que cercaba su tórax y de forma misteriosa comenzó a ceder. De madrugada se deshizo por fin de las ligaduras y descubrió el porqué de su logro. Cuando lo encontró Babá ya se hallaba herido. Probablemente se había tratado de un estúpido accidente con su rifle al dispararse, pero en la sierra incluso el incidente de apariencia más vulgar significaba un precio.
Había mucha sangre. Seguir el rastro de Babá hasta el lugar donde se produjo la carnicería fue sencillo. En principio el cazador había logrado alcanzar la montura, aunque al parecer, sólo un kilómetro más adelante debió de sufrir el desvanecimiento. Fatal desenlace que el onca, oportunista e inteligente (pese a las leyendas no se conoce uno de su especie que haya atacado a un ser humano en facultades) aprovechó para rematar al infortunado y devorarlo hasta saciarse. A continuación, con el estómago lleno, efectuó la digna visita de reconocimiento a Oliveira.
Dos kilómetros más adelante, enredada en unas zarzas, encontró a la yegua. Portaba una cantimplora con la cual sació su tremenda resaca.

Su plan de hacer auto stop en la nacional quedó levemente modificado.
Galopó durante tres días sin detenerse rumbo a Cuiabá, capital del Estado, y al cuarto, en medio de un intenso tráfico, claxon y miradas de asombro, hizo su entrada.
No lo pensó dos veces y empleando los ahorros, que por supuesto había recuperado, comenzó la descabellada búsqueda.
Dos semanas anduvo recorriendo hoteles, hostales, pensiones, locales; malviviendo, con una preocupación interior y un frenesí tal, que aunque sudara, tuviera escalofríos y pesadillas, dejó de beber y casi de alimentarse.
Hasta que al inicio de la tercera, cuando comenzaba a darlo todo por perdido, por casualidad libró a un turista francés que estaba siendo asaltado por un grupo de adolescentes.
Agradecido, el extranjero lo invitó a tomar unas copas. Oliveira aceptó un café y una botella de agua. Cuando lo tuvo sentado a su lado, le bastó echar un vistazo y adivinó el género de turista al que pertenecía. En su ciudad había visto alguno igual. No lograba explicarse el motivo que los impulsaba a recorrer medio mundo para al final dejarse robar mansamente. Y, a aquél, estaba claro, las cosas no le estaban saliendo a pedir de boca.
Tras comprobar con cierto pánico la peligrosa fijación de Oliveira por una mujer, la forma en que lo observaba, y su total apatía por compartir diversión, quizá por quitárselo de encima, el francés le confió que preguntara en el local “Eldourado,” uno de los más caros de la ciudad. Según aseguró, sin el menor interés, le habían dicho que allí había mujeres de su nacionalidad.

Era bastante más tarde de la media noche cuando Oliveira entró en el local de alterne. Más de treinta chicas jóvenes, algunas casi niñas, desfilaban sobre el escenario desnudas. Acomodados a las mesas, sin cesar de beber copas de caipirinha, una amplia representación de nacionalidades se solazaban a la vista del espectáculo.
Buscó con ardor y en silencio, (tras días de merodeo había descubierto que preguntar solía dar pocos y malos resultados) consiguió pasar desapercibido entre el personal. Ascendió unas escaleras de caracol y llegó a un pasillo largo y angosto, enmoquetado de rojo – lo que tampoco disfrazaba las humedades– iluminado con lámparas de vidrio de baja intensidad, donde una asombrosa mezcla de perfumes se unía a un insoportable miasma a lejía. Flanqueándolo, numeradas con placas doradas, estaban las habitaciones. Una por una fue abriendo sus puertas, e interrumpió diversas escenas que no merecieron su interés, sin resultado.
Desesperado, giró sobre sí hasta quedar apoyado contra la pared. De forma compulsiva se acarició los cabellos, retuvo una mano entre sus dientes y gimiendo mordió con rabia mientras sollozaba. Se dio cuenta, sangraba. ¿Y aquel sabor...? Era igual al del poso de un café agrio. ¿Y aquel sabor...? Apenas tenía que ver con el del alcohol. ¿Y aquel sabor...? Era el sabor de la derrota. Lo supo, estaba solo de nuevo. Siempre igual, sin familiares, hermanos o parientes... Sin nadie. ¿Sabría alguien lo que era sentirse vacío? Él podía sentirlo. En realidad llevaba mucho, demasiado tiempo, en la misma situación; sin esperanzas ni alegría y apartado de la vida. Todo había resultado inútil.
Dobló una esquina, había una puerta. La abrió sin pensar. Vio a dos hombres y a una mujer, estaban uno encima y el otro... Volvió a cerrar. Se dejó caer de espaldas a la pared, entonces escuchó y... la vio sonriendo en el parque “Bororo Ikuiapá” (Lugar de pesca) y a continuación en la casa, cosiendo su ropa atenta y tranquila, mientras él la miraba y volvía a admirarla con ternura, y a continuación soñando abrazados junto al lago “Azul Montanha Do Sul...” No. Imposible… No... o si... ¿Si..? ¿Era… ELLA?

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Desarrollo.


¿Eso hacían? ¿Joder?
Si... Bueno en aquel… Hum… lugar es lo normal y ELLA… Bueno era eso… ¿No? Y aquel loco ¡tenía un revolver...!
¿Oliveira?
Si, el revolver de Babá, el cazador. El hombre que apareció devorado en la sierra. ¿Está al corriente...?
Sí, claro.
Dicen... Bueno, eso dicen por ahí, que quien lo devoró fue él... Dicen que estaba loco de atar...
¿Y qué más?
Temblaba. Estaba nervioso.
¿Nervioso?
En realidad fuera de sí. Le temblaba todo. ¡Todo! Los pies y su cara estaba muy roja. Habría bebido ¡claro! Y el pulso... ¡Uf! Como una máquina de coser a mil revoluciones...
¿Y qué hizo... ELLA?
¿La chica? Pues paró... Dejó de joder claro, Ja... ¡Vaya! Bueno... ¡Todos lo hicimos! En esas condiciones. Se levantó y lo reconoció...
¿Muy pronto...?
Si, de forma inmediata, al instante...
¿Y qué hizo? Díganme. ¿Qué hizo?
Se acercó a él y le suplicó... Suplicó que no lo hiciera.
Y él ¿qué dijo?
Nada.
¿Nada?
Nada. Lloraba... ¡Lloraba como un marica! ¿Era alcohólico sabe? ¡Alcohólico y maricón! ¿Lo sabe…?
Sí, lo sé... Lo sabemos...
Oiga... Inspector. Está hecho. Si esto... ¡Uf! Si esta mierda no trasciende le ascenderemos a alcalde. ¿De acuerdo? De lo contrario... No sé, no garantizo... ¡Pero debe atraparlo! Se fue tan pancho. Y de tener más balas nos habría matado igual... Pero si usted no... no le podemos garantizar... ¿Entiende no...?
Descuide... Todo está seguro. ¡Ni una palabra! Denme el puesto y lo atraparemos. Pero deben decirme cómo acabó.
¡Si ya lo sabe...! ¡El cabrón disparó!
Y ella ¿qué hizo?
Hum... Pues… Eso sí me extrañó.
¿El qué?
Lo que hizo...
¿Y qué...? Qué...
Cayó en mis brazos y la limpié.
Cómo... ¿Le limpió usted la sangre?
No... Increíble... ¡Sequé las lagrimas a Odette...!


José Fernández del Vallado. Noviembre 2007. Arreglos Nov 2008.