viernes, 2 de noviembre de 2012

En el Lago de Fuego

   
Recorrida la mitad de su vida, Tariq Alhamar seguía transitando en un mundo de incierta fortuna y adversa soledad. 
  Sentado delante de sus escuálidas cabras, se mantenía en silencio. Continuaba sobre la tierra. Pero no percibía con certeza si se hallaba despierto y con vida, o estaba en «el Lago de Fuego» del Yahannam,* tomando la amarga fruta del zaqum*. 
  A casi cincuenta grados centígrados, su mente trabajaba despacio y se sustentaba en los recuerdos... 
  Pensaba en su juventud, y en cómo tras años de opresión, las tropas coloniales se retiraron y dejaron libre su tierra. Empezaban a festejarlo, cuando los blindados de un nuevo opresor entraron en Tichla —su pequeña población— y abriendo fuego, impusieron un toque de queda que se prolongaría décadas. 
  
  No supo cómo ni cuándo ocurrió. Al fin ya al cabo, no era más que un cabrero y nunca entendió de política. El caso es que de pronto un día, era un combatiente más del «Frente Polisario». 
  A diario soportaban bombardeos con napalm y fósforo blanco, y eludían a las tropas ocupantes, mejor equipadas. Allí conoció a Malika, y se enamoró tras su primera acción de combate. 
  Ocurrió cierto día, en que emboscado observaba los movimientos del enemigo y fue descubierto. Dieron la voz de alarma. Mientras el Kalashnikov se le congelaba entre las manos, ella saltó a su lado y abrió fuego contra el transporte que los amenazaba, abatiendo a sus ocupantes. Admirado ante su valor, comprendió algo más: “Una mujer con un arma deja de ser indefensa, y es capaz de aguantar la presión tan bien o mejor que los hombres. Y sobre todo es libre de amar a quien desee.” 
  En cambio, él era débil y vivía con miedo. Miedo a la muerte y a inciertos escrúpulos que coaccionaban su mente. Incapaz de tomar decisiones, no dejaría de ser un tosco miliciano. Mientras que Malika, despierta y radiante, era dueña de una vitalidad envidiable. Nunca entendió por qué tuvo que ser el elegido, y más teniendo en cuenta, que ella apenas detenía su mirada en la de sus compañeros. Él, un hombre que ni siquiera sobresalía, si acaso en su cautela. Precaución que se traducía en terror a pronunciar la palabra equivocada. 
  
Sucedió una noche de luna nueva. La misma en que el Frente de Liberación puso cerco a Tichla. 
  Durante todo el día los cañones no cesaron de retumbar. Sudando y calado en miedo, Tariq hacía guardia en un puesto avanzado, en una reducida trinchera excavada en la arena.   
  No recordaba si era media noche o el comienzo de la madrugada, cuando la artillería enemiga, reforzada por un violento bombardeo de aviación, abrió fuego sobre sus posiciones. La radio empezó a chasquear y Tariq se tapó los oídos, se replegó en sí mismo y comenzó a gemir. Estaba solo de nuevo. ¿Por qué se veía obligado a afrontar situaciones que jamás podría superar? Estaba seguro. Era a causa de su fisonomía. Su semblante moreno y adusto, de ojos negros y rasgados, y apariencia implacable y su forma sigilosa de moverse. Impresionaba. Pero él era así, y no conocía otra pose. Por ello, sus mandos incapaces de ver más allá de aquella máscara hermética que lo mantenía incomunicado, erróneamente pensaban que su silencio formaba parte de un temperamento inflexible. Y en cierto modo era así: un hombre solitario. Acostumbrado al silencio de las dunas y los susurros ceremoniosos y acordes de la naturaleza. Respetaba el descanso de los muertos, pero ante todo, temía lo desconocido. Y por eso, ahora, aquel estrépito demencial, le aterraba hasta dejarlo sumido en un estado de parálisis. 

  Alguien respiró con sofocó a su lado. Tariq no se movió. Esperaba la muerte e identificar a su ejecutor no le conduciría a nada. En cambio oyó una voz agradable. La voz con la cual soñaba. La voz de Malika. 
—¿Te encuentras mal, Tariq? 
  Asintió sin mirar. 
  El gollete de una cantimplora rozó sus labios. Sediento de ansiedad y miedo, bebió. El calor de un incendio abrasó su interior. Comenzó a dar arcadas y a carraspear. Riéndose, el rumor cadencioso que era la voz de Malika, le dijo. 
—Es aguardiente. 
  Tariq era un buen musulmán. Respetuoso de la sharia al Islamiya* nunca había probado el alcohol y menos cometido una ofensa del hadd*. Y aunque por el hecho de ser mujer pudiera considerarla impura y desobediente, desde el el día en que la vio disparar contra los súbditos del mal, su admiración había traspasado todas las barreras. 
  Dejó el fusil a un lado y se acurrucó junto a ella. El aliento tibio de Malika acarició su semblante, se introdujo por los pliegues de su camisa. Sus manos tibias descansaron sobre su pecho y el cañoneo cesó. ¿O no era así? No. En ningún momento había dejado de hacerlo, pero Tariq descubrió que por primera vez en años, no tenía miedo. En cambio su corazón palpitaba con fuerza, con el vigor de quien se sabe vivo y fuerte por dentro. Tomó la cantimplora, dio otro trago y la claridad de una luz deslumbrante, desbordó su mente hasta ese momento oprimida y a oscuras. Sus manos dejaron de temblar y apremiadas por una lascivia placentera, indagaron en la ropa de Malika mimaron su piel y conquistaron sus senos. 
  Siguió bebiendo. 
  Ella, con voz melosa, le dijo. 
—Te amo. 
  Y él, con jactancia, contestó. 
—Lo sé... 
  Y no era cierto. Pero de pronto sintió que aquella forma de actuar, con desenvoltura y descaro, era el modo en que los valientes debían comunicarse con las mujeres. Mostrando dominio y ningún embarazo. Extendió sus brazos y pellizcó y azotó las nalgas de Malika. A continuación se desabrochó la hebilla del cinturón, dejó de besarla y trató de forzarla. 
  Ella, sin cesar de mirarlo fijamente a los ojos, dijo. 
—¿Qué te propones...? No podemos hacerlo. No hasta que nos casemos—.Y alzándose sobre él, exclamó—. ¡Has bebido demasiado! 
  Y comenzó a levantarse. 
  Arrebatado, Tariq se aferró a uno de sus brazos. Revolviéndose con la mano libre, ella le araño la cara. Él la soltó y protegiéndose, gritó delirante. 
—¡Zorra! ¡Te mataré! 
  Con los pantalones desabrochados, Malika salió de la trinchera y se perdió en la oscuridad. 
   Tariq apartó las manos de su cara. El destello de un relámpago seguido del estallido de un trueno, las iluminó bañadas en sangre. Asustado, tardó en reaccionar el tiempo que le llevó apurar el aguardiente. Frenético, corrió tras ella. Corrió mucho, tal vez cien o doscientos metros, hasta tropezar y caer jadeando sobre una forma blanda y empapada. Era... ¿Malika? El traqueteo metálico de una ametralladora hendió la oscuridad. Abrazado a aquel cuerpo, Tariq sollozaba. Ya no sentía miedo. Tras comprender su insensatez algo dentro de él había muerto. Besó los labios templados y con temor y aprensión se dio cuenta: ¡No era Malika! 
   Afrontó la oscuridad y aullando con cólera, arrancó en una carrera demente hacia las ruinas desde la cuales surgían los disparos y, cuando estuvo a unos metros, arrojó la granada. A continuación desenvainó su daga y apuñaló las formas desfiguradas de los militares hasta que las manos llagadas sangraron. 
   Un lamento lo llevó a detenerse. A su izquierda distinguió una puerta. 
  Desplazándose con cautela, avanzó hasta situarse junto a su marco y de una patada, la abrió. Su vista tropezó con las miradas sobrecogidas de un grupo de mujeres. Las hizo salir y las condujo a su trinchera. 
  Después, lamentándose con nerviosismo, siguió buscándola. 
  Lo encontraron al cabo de un parde días, acuclillado en lo alto de una duna. No cesaba de repetir versículos. Algunos decían: 
   “Yo testifico que solo adoro a mi Creador.” 
  “Las peores bestias, ante Alá, son los infieles...” 
  Al preguntar por ella, tembloroso y esperanzado, los hombres lo miraron con estupor: «En el batallón nunca ha habido mujeres», le dijo un capitán. 
  Por su acto de valor fue condecorado y sugirieron se le concediera el retiro. Nunca volvió a verla, en cambio, le bastaba palparse la cicatriz que maquillaba su semblante para entenderlo: no había sido un sueño. 
  Volvió a concebirlo y tembló. ¿Y si se hubiera tratado de Iblis,* que presentándose con la apariencia de una mujer, habí robado su corazón? Y en el fondo de su ser lo supo. Había sucedido. 
  Desde entonces no había vuelto a sentir y, en realidad, era ya un hombre muerto... 
  
   José Fernández del Vallado. Josef. Octubre 2012. 

Sharia al Islamiya*: Vía o senda del islam. Constituye un código detallado de conducta, en el que se incluyen también las normas. 
Hadd*: Ofensas. Crímenes castigados con penas severas. 
Yahannam*: Infierno. 
Zaqum*: Árbol que crece en el Yahannam. 
Iblis* : Diablo del Islam.