viernes, 1 de mayo de 2009

Desolación y deleite.-



I
El autobús, forzando las marchas, ronca viejo y gastado por carreteras que reculan entre parajes boscosos y hasta hace poco prohibidos para cualquier ser humano común. Y qué es un “humano común,” cuando somos raros engendros de la naturaleza. Ya no. Hoy somos dioses hollando una selva precoz y milenaria y quizá, tan delicada como tú...
Recuerdo aquellos instantes, los últimos en que tú y yo vivimos de la mano. Tú... mi alma, medio ser de mi mismo durante años de valor insubstancial; abstraída en tus proyectos, amistades y tareas. Yo, perdido en un entramado de oficinas que lentamente estrangularon mis sentidos y sensibilidades hasta convertirme en un muñeco artificial que se derritió cuando llegó el momento de afrontar la realidad. Te fuiste, ni siquiera hubo adiós y apenas un beso residual que demostrara la existencia de amor. Nuestro amor recién expirado...
La ciudad sin ti resultaba agobiante y terrible. Los días pesadillas interminables de asfixia y metal y las otras mujeres, en lugar de ayudarme a olvidar, fingían la aflicción que nunca necesité conocer.

Se funden nubes de retal y algodón deshilachado absorbiendo vapores grises en una vegetación impenetrable.
Recuerdo el río nada más pasar sobre el puente, el hermoso discurrir de sus aguas revueltas y espumosas, como una cascada de humedades adherentes. Las aves multicolores echando a volar a nuestro paso y el chirrido de los frenos del autocar; el olor a gomas calcinadas, los gritos entrecortados entre el cacareo de gallinas y una mujer santiguándose.
Luego un vacío de giros en la nada... Abrir los ojos de nuevo, el dolor de cabeza, cuerpos aplastados o encajonados bloqueando las entradas, ropas teñidas del líquido denso y oscuro de la sangre, la luz disolviéndose entre metales retorcidos y el silencio de la muerte...
Tu frialdad, y aquel beso que me dolió como un bofetón mal encajado, la falta de pasión con que saliste de mí tras cinco años de... ¿nada? ¿La culpa fue mía o de la vida?

Me arrastro y sollozo, estoy en las trincheras de la existencia, perdido en un país desconocido, soy un extranjero y ahora también único superviviente de un desastre inesperado. No puedo caminar ¿tendré ambas o una pierna fracturada?
Avanzo o más bien serpenteo entre la maleza, alcanzar el sendero unos metros por encima supone la vida. Aquí, en la garganta, la muerte me tomará entre sus brazos, quizá sea lo mejor que me puede aguardar...
Despierto, todo está oscuro, no sé cuánto tiempo ha transcurrido. Oigo ruidos en la maleza. Veo unos ojos brillar; me observan en silencio. Gimiendo con pánico trato de hablar y me doy cuenta, no puedo. Atormentado por un ataque de angustia grito pero, excepto un gemido gutural, mi faringe no profiere sonidos. Con dificultad muevo una mano, la dirigió a la garganta y halló una forma. Palpó, tiró y la desprendo, y al tantear su textura sé que se trata de una lámina de vidrio. Siento el flujo de sangre. Trato de comunicarme, explicar que no soy de allí y revelar mi identidad. De súbito, se acercan a mí y palpan y huelen mis heridas. Llorando exhausto, les doy las gracias por salvarme y mis sentidos vuelven a nublarse...

II
Abro los ojos y un resplandor me obliga a cerrarlos de nuevo. Me llevo una mano a la frente para protegerme de la claridad, percibo una molesta punzada de dolor y me doy cuenta, tengo una brecha en la frente. Vuelvo hacia un lado la cabeza para no mirar de frente al resplandor y me preguntó dónde estoy, pero un velo de inconsciencia empaña mi cerebro y soy incapaz de recordar. Me decido por incorporarme pero cuando quiero hacerlo una pierna apenas me obedece, la observo, tiene una herida bastante fea, está cubierta de hojas y una especie de barro nauseabundo.
Jadeando, consigo apoyarme sobre un brazo, que pese a estar dolorido, parece encontrarse mejor. La herida del cuello me duele. Empiezo a ser consciente de mi situación. Un olor fuerte y desagradable supedita el ambiente, estoy en una especie de cueva. Me encuentro mareado y no distingo nada ni a nadie. Grito emitiendo un ronquido apagado, pido ayuda y vuelvo a caer pesadamente sobre el colchón de hojarasca. Algo escuece en el brazo, miro y veo un ácaro grueso, más grande que una garrapata, me está picando; su volumen asqueroso se infla y deforma al tiempo que absorbe mi sangre. Alguien me lo quita de un movimiento rápido, lo revienta entre sus dedos, y se lo come. Puedo ver su perfil… es una mujer. Se inclina y lame mi frente con... ¿circunspección? Trato de hablar sin conseguirlo y ella, sin dejar de observarme con una mirada triste, profunda y carente de sentido, como nunca advertí en mi ex mujer, emite un gruñido.

Incapaz de hablar y de moverme inicio un gesto de gratitud, la tomo de las manos y me doy cuenta; están sucias y negras, manchadas de barro. Ella responde con otro gruñido. Pese a estar herido me olvido del dolor unos instantes, pues tenerla a mi lado me llena de desconcierto, quiero saber quién es esa mujer de pelo castaño y piel de aspecto occidental que me advierte ¿gruñendo?
La miro de nuevo a los ojos, ha tomado algo entre sus manos, parece... no, es una ¡rata grande y repugnante! está muerta y mutilada. Se la lleva a la boca y sin titubear arranca sus entrañas, puedo oír los chasquidos de la carne al rasgarse, a continuación la deja a mi lado, como si quisiera que yo... ¿la pruebe? ¡Ni hablar!
En ese instante entra un hombre y me doy cuenta con sorpresa y vergüenza, ambos están desnudos.
Sin mirarme el hombre olfatea y lame sin reparos o más bien con profusión, los genitales de ella, que se deja hacer en silencio. Luego, vuelve su mirada hacia mí y descubro unos ojos negros encajados en una facción inexpresiva. Emite unos gemidos e inclina su cabeza ante la mujer quien, sin dejar de mirarme, atiende a que tome mi parte de la pieza. Al comprobar que no hago un solo gesto empieza a inquietarse, me toma del brazo tira y me sacude nerviosa de forma violenta. Profiero un grito de dolor, me suelta y ambos permanecen mirándome. De repente me enseña los dientes, gruñe, coge la pieza y la arroja sobre mí. No parece dispuesta a marcharse sin asegurarse de que antes me alimento. Me siento débil y mareado, no sé qué clase de locura estoy viviendo.
Tomo el despojo y asustado, muerdo sin ganas el muslo, mi boca se llena de pelos, sangre y trozos de carne, comienzo a dar arcadas y vomito. Cuando vuelvo a mirar ambos se han ido.

Me siento terriblemente asustado, no sé en manos de quién he ido a parar, y con la pierna inutilizada, tirado en esa especie de covacha, soy un prisionero.
Sufro el resto del día inmóvil, sin saber qué hacer, con el despojo de carne a mi lado.
Por la noche tres individuos, dos mujeres y un hombre, entran y se acurrucan. Junto a mí se coloca la mujer que me atendió. Lame mi rostro y cuando empiezo a gemir de dolor, aprieta su cuerpo contra el mío dándome calor; el olor es insoportable.

III
Al día siguiente – supongo que es por la mañana ya que los rayos del sol entran en la cueva y me proporcionan calor – aparece con una corteza me la acerca le da la vuelta y veo una larva gruesa, blanca y viscosa; asqueado la rechazo. No insiste, la toma y se la come masticando con fruición, parece gustarle. Se marcha de nuevo y las horas transcurren. Me siento mejor, consigo arrastrarme hasta la boca de la caverna y al asomarme descubro un panorama desolador. Estoy en una especie de cárcava. Bajo mi se inicia un descenso difícil, por no decir imposible, dada mi situación. Debajo la masa boscosa de la selva se abre de forma infinita a mi mirada desquiciada pero allí, al otro lado..., diviso la línea gris de la calzada de tierra y una luz de esperanza emerge en mi cerebro ¡podré escapar! Si no muero antes de una infección o de hambre. De nuevo me siento muy débil y aunque me asqueé, con miedo, decido retirarme al interior de la cueva. Temo su reacción si me encuentran asomado al exterior.
Horas después vuelve, se acerca a la herida de mi pierna comienza a retirarme las hojas y el barro, lame con cuidado durante más de un cuarto de hora y cuando está limpia y brillante, me unta el ungüento de nuevo. Al principio se alarma con mis gestos de dolor, pero enseguida me gruñe e incluso me muerde una vez en la mano. Luego procede a lamerme las heridas de la frente y el cuello. Cuando termina, satisfecha, se recuesta a mi lado me lame en un brazo y se queda dormida. A continuación la otra mujer y el hombre tras ella entran a la carrera caminando encorvados, el hombre la atrapa y empiezan a copular. Mi “compañera” abre los ojos, observa un instante, se revuelve y se gira en silencio. Todos se duermen menos yo; no ceso de preguntarme con qué clase de seres me encuentro, si serán unos locos de la selva o una rara especie de hombres sin descubrir. Sobre todo hay algo que me inquieta más de lo debido, hasta el momento no les he oído pronunciar una frase…


IV
Pasa otro día. Por la mañana me arrastran de la cueva me sacan afuera y me dejan descansar tumbado boca arriba. Cuando el calor se hace insoportable comienzo a gemir y descubro al “hombre” a mi lado. No parece albergar buenas intenciones. Me agarra del pelo y de un brazo y me arrastra sin consideración unos metros hasta dejarme a la sombra. Es más corpulento que yo y de tener que enfrentarme, saldría perjudicado. Permanezco en silencio, ¿qué otra cosa puedo hacer? Mientras, los observo retozar a unos metros, juguetean entre ellos gruñendo como fieras. Parecen jóvenes, también yo lo soy, pero ellos quizá no lleguen a los veinte. Se me ocurre pensar que tal vez sean supervivientes de una catástrofe aérea. ¿Cómo han sobrevivido? He leído historias de bebés alimentados por lobos y coyotes. En una ocasión recuperaron a dos bebés de entre los lobos, uno murió y el otro, una mujer ucraniana o rusa ni siquiera hablaba, sólo gruñía y seguía las mismas pautas de los lobos. No veo que utilicen más utensilios que unas cuantas piedras que amontonan en un rincón como tesoros. ¿Cómo voy a entenderme? ¿Qué piensan qué soy para ellos? ¿Qué intenciones albergan con respecto a mí, si las tienen? ¿Y hasta qué punto pueden ser violentos o sinceros? ¿Saben mentir?

Se hace de noche, la mujer me obliga a pasar al interior de la cueva, no deseo volver, se está bien afuera, pero sus gruñidos de inquietud me exigen obedecer. De momento no me encuentro en condiciones. La buena noticia es que a lo largo del día me he sentido mejor y por primera vez he ingerido con gusto y hambre una especie de higos silvestres que me ofrecen y he bebido en un diminuto riachuelo que nace entre las rocas. De seguir así, más adelante, quizá pueda aventurarme a escapar.

V
Transcurren varios días. La mujer, apercibida de mi gusto, sigue acarreando más higos.
Esa madrugada sucede, y no es obra mía, sino mi propia naturaleza quien me traiciona. Tengo un sueño agradable, despierto con la libido a flor de piel y mi órgano enhiesto ¡dentro de ella! o mejor dicho, ella se halla en cuclillas sobre mí. Trato de retirarme y su gruñido me advierte que de hacerlo nada bueno sucederá. De todas formas ocurre. No es que ella me desagrade, es joven y de constitución atractiva, pero está sucia, la situación me descentra y aterra y soy incapaz de continuar. Advertida de mi cambio de humor se gira y permanece mirándome fijamente durante algo más de un minuto, y su mirada penetrante como la de una fiera al acecho, me mantiene tenso y doblegado. De súbito su rostro cambia de expresión – si la hubo – viene a mí se agazapa a mi lado gimiendo y no tarda en caer en un sueño agitado. Continúo sin moverme, mientras unas lágrimas desconocidas ¿de impotencia, incuria o frialdad? se deslizan por mis mejillas como riachuelos ardientes...



VI
Esa mañana, cuando ellos se van, lo descubro. Soy capaz de ponerme de pié y caminar. Lo decido en instantes, debo huir, allí no tengo esperanzas...
Salgo de la cueva y con precaución comienzo a descender por la cárcava. Es un descenso difícil y conviene estar con la mente despejada. Por suerte acabo de beber y desayunar mi ración de higos silvestres y me encuentro mejor que de lo que cabría esperar. A pesar de todo en un par de ocasiones resbalo y estoy a punto de precipitarme. Tardo más de lo imaginado en alcanzar el lecho de la selva. Comienzo a caminar lo más rápido que puedo en dirección opuesta al farallón donde vi perfilarse la línea gris de la calzada. Según mis cálculos mi salvación debe hallarse a unos cuatro kilómetros.
Camino todo el día a buen ritmo hasta estar empapado en sudor, las heridas me duelen y estoy mareado, pero cualesquiera que sean los ungüentos que la mujer me aplicó parecen haber hecho efecto. Trato de hablar y mi garganta sigue emitiendo sonidos destemplados.

Serán más o menos las siete y empieza a oscurecer cuando sobre mí veo la huella gris de la calzada. Asciendo jadeando los cincuenta metros que me separan y cuando llego me detengo paralizado por la decepción. Se trata de una antigua mina, tal vez de carbón. Ciertamente existe un camino formado por residuos del mineral, pero doscientos metros mas adelante se pierde en la maleza. Estoy perdido. Por primera vez mis pensamientos retornan a ellos. ¿Y si me encuentran? ¿Qué harán? Aunque, dada mi situación ¿no sería mejor que me hallaran? ¿Estoy realmente perdido? Tras meditarlo unos instantes sólo veo dos opciones. La primera, ponerme al descubierto y que me capturen de nuevo. La segunda, seguir ascendiendo la colina hasta la cima y ver qué sorpresa me depara.

Continúo a tropezones y antes de anochecer, por vez primera, oigo un aullido desgarrado que me hiela por dentro, y ya no me hago preguntas. Son ellos. Vienen por mí.
Desfallecido y a oscuras alcanzo la cima, pero es imposible ver nada; en ese instante soy consciente, necesito un lugar para dormir; un refugio donde no puedan encontrarme. Doy vueltas entre unas lianas y el tronco de un árbol hasta que encuentro una grieta lo suficientemente amplia. Estoy expuesto a las picaduras de cualquier insecto o reptil venenoso y no tengo otra opción. Lo descubro después, los mosquitos son lo peor, apenas me dejan dormir esa noche.

VII
Al amanecer, y tras haber dormido el par de horas que me conceden los insectos, me desperezo lentamente, salgo de la grieta y todavía adormilado decido trepar a un árbol y averiguar qué hay por debajo de mí.
El ascenso resulta más complicado de lo esperado, la corteza está húmeda y resbaladiza y además, no se trata de ascender sólo unos metros, sino treinta o cuarenta.
Alcanzo la copa y un panorama sorprendente se abre a mí. La calzada parece haberse esfumado. A la izquierda diviso los farallones donde mis extraños captores me mantuvieron y a la derecha ¡más selva! Y un detalle que no asimilo en un instante inicial pero que de repente se hace obvio ante mis ojos. Abriéndose como un surco gris y zigzagueante el meandro del cauce de un río rasga la selva. Mi corazón late con fuerza, ¡sé hacía donde encaminarme! pues en los lechos fluviales existe la posibilidad de encontrarme con canoas de indígenas, al menos.

Comienzo a descender; procuro aprovechar las sendas que los animales abren en la vegetación, resulta más cómodo y me ahorro riesgos como el de que una víbora se introduzca en el cuello de mi camisa. Un grupo de macacos se acercan a observarme sin temor, al principio no entiendo su comportamiento y de pronto lo comprendo con desaliento; estoy en un lugar de la selva apenas frecuentado por hombres.
Al mediodía la sed aparece y obligado a no deshidratarme bebo en las aguas de una charca. Realmente no sé qué es peor; si sufrir de deshidratación o de diarrea. Empieza a anochecer y el desánimo cunde en mi moral; ni rastro del río. Decido buscar otra fisura en el tronco de un árbol y tratar de dormir. Cuando la encuentro la noche se cierra por completo. Estoy agotado, pienso en mi ex mujer y en las causas que me han llevado a pasar por esa situación mientras los mosquitos me acribillan. ¿Es un castigo Divino o una redención?

Me duermo soñando con ella y despierto con los besos y lametones afectuosos de... ¡ella! La mujer lobo está sobre mí, me acaricia y me lame una y otra vez con una delicadeza inexplicable. Aterrado, sin atreverme a abrir los ojos me pregunto ¿Por qué me mantiene con vida? Quizá se esté despidiendo de mí para siempre. Decido arriesgarme y doy el paso. Hago un movimiento y la tomo de los brazos. Se detiene de forma instantánea y empieza a temblar. Y los otros, ¿dónde están? Quizá detrás, ¿al acecho para matarme? Aunque no haría falta, estoy en sus manos, si quisiera ella misma es capaz de destrozarme a dentelladas. Sé que es joven y fuerte. Es una mujer... ¿lobo? No lo sé, la selva la ha convertido en superviviente. Lentamente alzo la mirada, me encuentro con sus ojos azulados y descubro algo que me deja impresionado. ¿Está llorando? Sí, ¡llora! Lo hace en silencio. Nadie la enseñó a gemir, aunque... al fin y al cabo dentro de ella también hay una mujer.
Empiezo a comprender algunas cosas. Ha venido sola, ella es quien domina, es la mayor de los ¿hermanos, tal vez? ¿Por qué no? Alzo una mano lentamente, con cuidado la pongo sobre su cabello y lo acaricio. Deja caer su cabeza sobre mí y gime de tristeza y desconsuelo y comprendo algo insólito, casi increíble. ¿La mujer lobo, me ama...? Tal vez me amó desde la primera vez que me vio y por eso me salvó la vida. Le debo la vida, le debo todo en realidad. ¿Y escapo de ella? Lentamente se va acurrucando junto a mí hasta quedarse dormida, ella también está cansada y confundida...

VIII
Cuando despierto no está a mi lado ¿lo he soñado? No. Aparece en unos instantes con los brazos cubiertos de higos silvestres y me los arroja feliz.
Hambriento empiezo a comer y no me detengo mientras asiento con la cabeza. Cuando termino me toma de la mano y me lleva hasta las aguas claras de una charca. ¿Agua? El río debe de encontrarse muy cerca, pienso entonces. Nos bañamos. Nada de una forma graciosa, estilo perrito. Su rostro me agrada pero hay veces en que sus facciones desacostumbradas a los gestos de los humanos no reaccionan como uno imagina y resultan desconcertantes y extrañas. Tras unos instantes tumbados al sol sacude la cabeza con ímpetu, y comienza a tirar de mis manos en dirección a los farallones. Como es natural me resisto y me niego a volver. Desiste, se tumba a mi lado durante unos instantes y de pronto me empuja en otra dirección.
Me dejo llevar, con sorpresa y desconfianza, ¿qué otra cosa puedo hacer? Al cabo de unas siete horas de marcha agotadora estamos frente a la calzada. Permanece oculta en la maleza y ni siquiera se atreve a salir al trecho despejado. Es casi de noche y sus ojos brillan de tristeza mientras me miran ocultos tras la fronda. Durante unos instantes pienso en llevármela, tal vez puedan ayudarla. De pronto me doy cuenta de lo que pasará si los descubren. Ayudarlos, ¿a qué? Los encerrarán y los harán enloquecer tratando de convertirlos en lo que somos. Pienso en lo que somos y en lo que son ellos y sobre todo en lo que tienen: Libertad. Disfrutan de una selva prodigiosa y son felices, han creado su pequeña sociedad matriarcal y ella es la reina. Un impulso hace que me introduzca de nuevo en la maleza extienda los brazos la abrace y la bese. Siento como ella me lame en el cuello, es su forma de demostrarme su amor. Permanecemos abrazados en silencio mucho tiempo, incluso me he acostumbrado a su olor.

Cuando decido dejarla mis ojos están lacrimosos y mi corazón rebosa de un inmenso sentimiento de gratitud, la quiero de una forma muy especial, me doy cuenta. Sé que no volveré a verla y ni siquiera podré mencionar el hecho de que me salvó.
La dejo, me interno en la calzada y comienzo a caminar. No me importan las horas, ni el tiempo; durante días he aprendido a vivir sin tal necesidad, en realidad sin tener la obligación de hacer nada. Disfrutando de las horas tumbado al sol en aquella hermosa terraza sobre la selva. Sé que un día los encontrarán, o quizá mueran antes, no creo que puedan subsistir demasiado sin las medicinas adecuadas, comiendo cruda la carne y sin más ayuda que ellos mismos, aunque tampoco me explico cómo aprendió a practicarme las curas que me salvaron de la infección y de la muerte. Tal vez de niña... ¿recuerdos? O a lo mejor mantienen contactos con chamanes indígenas. Sigo sin hablar, quizá ya nunca recupere el habla; no lo sé y tampoco me importa, ellos no necesitan hablar para ser felices. He recogido unas cuantas nociones de los hombres en estado salvaje. Para empezar no son salvajes y sí más humanos de lo que cabria esperar. La civilización nos vuelve inhumanos al conocer la codicia y la mentira. Ellos, sin conocer esos sentimientos no tienen nada que ocultar, ni siquiera esa desnudez que tanta vergüenza me indujo la primera vez que los vi.

Camino unos kilómetros y agotado me recuesto a un lado de la carretera. Ya no temo a la selva ni a la soledad, he aprendido a afrontarlas, he cerrado una etapa de mi vida. Mañana cuando el autobús vuelva a pasar solo tendré que hacer una señal y volveré a la rutina de la civilización. Creo que éstas serán las últimas horas en las que descansaré tranquilo, pensando en ella, en la mujer que curó mis heridas: externas e internas; en mi mujer de la selva...


José Fernández del Vallado. Josef. 2009 Mayo.