sábado, 6 de septiembre de 2008

Accidente.


Luis Acevedo abrió los ojos y un fuerte resplandor le obligó a cerrarlos de nuevo. Se llevó una mano a la frente para protegerse de la claridad, y al tiempo que sentía una insoportable punzada de dolor, se dio cuenta; uno de sus brazos estaba fracturado. Volvió de lado la cabeza para no mirar de frente al sol, y se preguntó dónde estaba. Pero un velo de inconsciencia empañaba su cerebro y le impedía recordar. Se decidió por incorporarse, y cuando quiso hacerlo, las piernas no le obedecieron. Jadeando, consiguió apoyarse sobre el otro brazo, que pese a estar dolorido, parecía encontrarse mejor. Sólo entonces empezó a ser consciente de su situación.


El brazo fracturado estaba vuelto del revés en una posición inverosímil. Con todo, eso no era lo peor. Lo malo fue constatar que de cintura para abajo no tenía la menor sensibilidad. Pero lo que le resultó más alarmante, fue descubrir que estaba tendido en el borde de un barranco, donde una de sus piernas sobresalía en el aire desde la mitad del muslo al exterior; de tal forma, en cualquier instante, y con sólo realizar un leve o inadecuado movimiento, la precaria balanza en que se encontraba podría desestabilizarse y precipitarlo al vacío.

Gritó pidiendo auxilio, pero el eco le devolvió sus palabras. Ya que así era, se hallaba en un desfiladero. Apenas fue una vaporosa abstracción y de súbito el velo que obstruía su percepción, se comenzó a desmoronar, pero los recuerdos de lo sucedido anteriormente no se presentaron de forma ordenada, sino a retazos que impactaban en su mente y se volvían a desvanecer.
Lo primero que vio fue la casa; se trataba de un chalé de montaña. Dentro había una habitación, o para ser más precisos, un confortable salón. Algo tosco quizá, y una hermosa chimenea, en cuyo hogar con facilidad se podrían asar al tiempo varios venados. Sobre ella, sobresalía la cabeza cubierta de cerda erizada de un jabalí, cuyos ojos brillantes reflejaban los instantes de ira y terror previos a una muerte violenta. Y algo más importante, su mente reconoció a una persona; concretamente a una mujer. De forma parecida a como los créditos de una cinta cinematográfica se imprimen en celuloide, los caracteres con su nombre se le revelaron. Sólo así logró evocar su nombre: ¡Martha! Y a continuación, en forma de oleada confusa pero inexorable, el salón antes vacío, se pobló de imágenes y vida: Los amigos, sus risas, el jolgorio, el crepitar del fuego y en un rincón, dispuestas sobre una mesa, las botellas. Pero ante todo estaba ella: Espléndida, junto a él. Besándose con fogosidad mediante un abrazo interminable, recordó. Y un cosquilleo agradable lo sumió unos instantes en un estado de ensueño. Seguidamente más recuerdos, aunque quizá no tan agradables, pues algo se interponía. De nuevo estaba él, pero ahora solo, junto a la chimenea. ¿Qué hacía? En realidad, nada en particular. Sencillamente, como si tuviera urgencia por acabar con algo, rellenaba una y otra vez su vaso de güisqui y bebía con alteración.

Durante unos segundos de desorientación dejó de ver y su mente volvió a naufragar en la ausencia y el desconcierto. Y, en instantes, a la celeridad con que pareció embotarse, le volvió a funcionar de nuevo. Ahora, como si fuera un mero curioso que oteara a través de la lente de un tomavistas, su memoria reconoció de nuevo el espacio. Al fondo del salón, que le pareció más amplio a como lo recordaba, había un sofá, reclinada sobre sus almohadones estaba la misma mujer. ¿Qué hacía ahí? ¿No era con él con quien debía de estar? Pero sobre todo: ¿Quién era? ¿Su novia, su mujer? Y... ¡por qué! Por qué consideraba que era su mujer. ¿Acaso estaba casado? No. Ni siquiera era capaz de intuirlo y menos, claro está, de recordarlo. Ya que de momento su mente sólo parecía capaz de atrapar los instantes anteriores a... ¿qué? No había forma de saberlo, evidenció con impotencia. De hecho, verse obligado a soportar semejante incertidumbre, le hacía sentirse peor. Claro que – meditó – posiblemente la tal Martha sólo fuera una fulana con la que había pasado el tiempo. Además, estaba sola. ¿Sola? ¡Ya no! Hablaba con alguien, y parecía entretenida. ¿Sólo entretenida? Un momento. Sí, no había duda. Conocía a la persona. El hombre que estaba con ella. Era... Y como si recibiera una descarga de alto voltaje recordó un nombre: Carlos. ¿Aquel individuo era Carlos? Le resultó curioso, porque al conocerlo en el aeropuerto no se le había ocurrido pensar que un tipo tan superficial pudiera arrebatarle… ¿O quizá por eso mismo? De pronto lo vio claro, y percibió su contrariedad, sus celos, ¡su ira!
A continuación estaba en el Land Rover, circulaba por un camino forestal: El ruido sordo del motor, el traqueteo de la caja de cambios. ¿Iba rápido? No. ¡Lanzado! Como si participara en un rally. Y desde luego, así había sido su vida, un rally desenfrenado en el que a menudo había sido el primero. Aunque ¿con qué objeto ser el más rápido? ¿De qué le había servido? Lo cierto es que en su familia, desde su infancia, siempre lo estimularon a ser el mejor. Sólo entonces fue consciente, eso era todo lo que había aprendido: a competir y a ganar. Y quizá debido a eso – consideró con amargura – a lo largo de su vida se había desenvuelto con exceso y prepotencia.
Así pues, una vez más, no había nadie esperándole. Nadie para ayudarlo a controlar las maniobras e indicarle cómo afrontar los desniveles y las curvas. Como siempre, debía hacerlo todo.
En cada desviación el vehículo derrapaba y Luis Acevedo frenaba con ansiedad para volver a pisar a fondo. ¿Y con qué fin? ¿Para llegar a dónde? ¡Al accidente! Fugazmente vio el coche volcado y a él debatirse en su interior. Lograba salir, se arrastraba, ¡sobrevivía! Ya solo debía caminar y llegar, pero ¿a dónde? Continuaba sin saberlo. Además, se dio cuenta de que era incapaz de levantarse y ni tan siquiera de moverse.

Volvió a la realidad. Ahora lo sabía. Sabía que si estaba allí, con el cuerpo balanceando como un péndulo a merced del barranco, había sido por su torpeza. Y algo peor, ya no tenía fuerzas para seguir pidiendo auxilio; se encontraba agotado. Se hacía de noche y tenía sed, los labios agrietados, un brazo dolorido, el otro apenas lo sentía, y una brecha en la cabeza. Pero aún le atormentaban más sus conjeturas. ¿Cómo había sido capaz de cometer semejante estupidez? Era evidente, lo había hecho en un arranque de celos. Aún así ¿era un sujeto tan elemental como para dejarse arrastrar por un arrebato pueril? Por desgracia, aquel parecía ser el hecho incuestionable. Además, estaba borracho. Aunque eso tampoco debía servirle de excusa, pues lo cierto, es que a menudo solía estarlo. ¿Y Martha? No era una niña, si no una mujer; madura, tranquila, y sobre todo sensible. Resultaba lógico que un borracho ramplón le asqueara. ¡Dios! Debía de haberse puesto tan insoportable...
Empezó a sentir frío. Pero sobre todo estaba su miedo a moverse. Daría lo que fuera por ser capaz de volar, dejarse caer, descender flotando con la levedad de una pluma, y posarse con delicadeza en el fondo del barranco. Y a pesar de todo, reflexionó, no era miedo lo que sentía. En ese instante lo entendió, era algo más preocupante.
Escuchó un chasquido, aguantó la respiración. Sobre su cabeza algo o alguien acababa de moverse. En ese momento, pensó, dadas las circunstancias, era probable encontrarse con fieras, y más si era de noche. Ya que las fieras cazan al amparo de la oscuridad. De repente lo supo. Estaba en los Estados Unidos. En las montañas rocosas. Concretamente en un lugar llamado “Pale Creek.” Y allí aún había pumas, coyotes, jabalíes, e incluso osos. ¿No era eso lo que le había llevado a aquel lugar? Continuó pensando, y su mente no se detuvo, y eso era justo lo que no debía de hacer: ¡Detenerse! Porque en cuanto lo hiciera, estaría acabado. ¿Los grizzli? Alguien, quizá un funcionario de la reserva, le había asegurado que eran astutos y asesinos. Les gustaba la carne y probablemente les atrajera el olor de la sangre; y en su estado era presa fácil. No... No le apetecía morir devorado. Pero ¿y el rumor? ¿Seguía ahí? Sí, sobre su cabeza, cerca, muy cerca. A apenas unos metros algo hizo que los arbustos se agitaran. Con su brazo útil, Luis Acevedo revolvió nervioso en la hojarasca hasta dar con una piedra, y se dispuso a luchar por su vida. Tenía la boca pastosa, sintió erizársele el pelo, y los músculos se le tensaron hasta chirriar como cables de acero. De forma progresiva, un goteo pegajoso anegó su cuerpo en sudor. Estaba dominado por el miedo, cuando un desconocido resquicio de esperanza, le indujo a realizar un gesto de valor. Aturdido, aferró con todas sus fuerzas la piedra, y gritó.

- ¡Hey! ¡Hey! ¡Fuera! ¡Largo de ahí! Y la arrojó a los matorrales.

Como si tuvieran vida propia las zarzas comenzaron a bambolearse. Se oyó un zumbido luego un revoloteo y una masa pardusca pasó a su lado y se diluyó en la oscuridad. “¡Solo es una lechuza!” se dijo. La descarga de tensión provocó que riera con nerviosismo, la oscuridad devolvió duplicada su carcajada, y Luis Acevedo dejó de reír. Pues envuelto en aquel lúgubre silencio su eco le resultó siniestro.

Y así permaneció, en silencio y tensión durante el resto de la noche. En la postura grotesca en la que había vuelto en sí: El brazo hacía atrás, la pierna inclinada sobre el vacío, y probablemente entumecida, porque hacía frío. Y pese a sentirse terriblemente cansado, el frío y la angustia no le permitieron dormir.

No había salido el sol cuando un nuevo rumor le alarmó. A continuación percibió un siseo. ¿La brisa al agitar la maleza? No, no era eso, sino algo distinto y mortal al deslizarse en el matorral con indolencia. Sintió el contacto de una piel fría, resbaladiza, y allí estaba, sobre su estómago. Una víbora mocasín. El reptil lo contemplaba, y mientras lo hacía, sus ojos de cristal parecían sonreírle. Con pereza, como si bostezara, abrió las mandíbulas y se dispuso a morder. Sin embargo, en lugar de abalanzarse ¡le habló! Y esto fue lo que dijo.
- “¡Cálmate Luis! No te muevas. Te voy a sacar de aquí.”
Y Luis Acevedo, sin dar crédito a lo que oía, con ojos muy dilatados, contemplaba sobrecogido.
La serpiente, prosiguió.
- “Tranquilo Luis. ¡Soy Martha! Te voy a sacar de aquí.
Pero Luis Acevedo tenía miedo, en realidad estaba aterrado. Y, además, ¿cómo creer en una repulsiva serpiente?
Sin dejar de mirarla, inmovilizado y coartado por el espanto, dejó escapar una carcajada y vociferó.
- ¡Oh claro…! Desde luego. Sabes. Eres tan hermosa...

La serpiente lo miró con ojos encendidos. Su garganta se dilató y de su oscuridad surgió una lengua bífida, repulsiva, que comenzó a palparle el estómago. A continuación ascendió por el pecho, llegó hasta su cuello y con lentitud, fue acercándose a su boca hasta rozarle los labios con suavidad.
Sólo entonces, como si exhalara un susurro, volvió a repetir.

- Tranquilo Luis. Soy yo, Martha...

Luis Acevedo trató de mantener los labios oprimidos; no pudo soportar mucho tiempo, pues para tomar aire de nuevo, se vio obligado a entreabrirlos. Y aunque lo hizo durante un breve instante, resultó insuficiente. Ya que nada más volver a cerrarlos advirtió como el apéndice de la serpiente, abriéndose paso, se adentraba en su boca y, deslizándose mediante leves fricciones sobre el paladar, alcanzaba su garganta.
Sacudido por accesos de arcadas, Acevedo pensó.
“No puede ser... ¡Esto no me está sucediendo!”
Comenzó a gemir; y aunque la mayor parte del tiempo sólo acertara a articular vocablos sin sentido, de vez en cuando, con voz entrecortada, lograba pronunciar cortas frases de auxilio. Inducido por el miedo, de forma instintiva, ejecutó un violento gesto que pilló desprevenido al reptil. Sucedieron segundos durante los cuales, la serpiente, con el centro de gravedad desplazado, antes de despeñarse, logró mantenerse en un extraño y mágico equilibrio. Ocurrió un segundo antes de que se precipitara: Volvió a hablar. De hecho pronunció una palabra. ¿O quizá se trató de una frase? Dijo:
“Hasta siempre Luis”
No le dio tiempo a más.
Como es natural, juzgando la gravedad de su estado, Luis Acevedo no lo entendió. Pero el caso es que esa voz, aquel timbre de voz, le pareció el sonido más agradable y hermoso que escuchó.


José Fernández del Vallado. Josef 2008.

3 comentarios:

Silvia_D dijo...

Genial, historia, angustiosa y tremenda con un sorprendente final terrorífico.

Has jugado muy bien con las sensaciones de pérdida de memoria, muy convincentes esos momentos en blanco y flashes de lucidez, me ha encantado, te felicito :)

Besos, niño

panterablanca dijo...

Me gusta mucho cómo escribes.
Besos salvajes.

M. J. Verdú dijo...

Otra vez nos sorprendes con un emocionante relato con un final totalmente inesperado. Eres un excelente narrador