domingo, 1 de marzo de 2009

Bajo el Porche.

Llovía a cántaros o peor, diluviaba. Aunque sólo se tratara de un chaparrón de los que a diario barrían esas tierras. Escamparía en poco tiempo, pues las gallinas de la granja volvían a cacarear y los loros, arrebujados en las ramas altas de los gigantescos lupuna tropicales, comenzaban a lanzar insoportables graznidos.
Conocí a Inés y Francisco en uno de mis viajes al Centroamérica, durante una conferencia de “Ayuda al Tercer Mundo,” sociedad a la cual pertenezco. 
Nada más conocerlos me parecieron una pareja estable, agradable, y sobre todo abierta. Lo que me pasó con ellos a continuación sólo hizo que demostrarme, una vez más, que tanto el mundo en el que vivimos como las personas que nos rodean son de carácter incierto. 
Pues bien. Nuestra amistad duraba ya un par de años cuando sucedió. Por primera vez parecieron atravesar por un momento delicado en sus relaciones. Y fue en una circunstancia tan singular cuando quizá, con más corazón que juicio, decidieron emprender el viaje. Yo acababa de llegar de España y cierta mañana me reuní con ellos. Nada más verlos ya pude percibir claros síntomas de alarma. Ambos estaban tensos y ojerosos. Pero ellos, con su natural atención, me propusieron que los acompañara. Y aún a fecha de hoy me sigo sin explicar qué incomprensible designio me indujo a embarcarme en una aventura que, tal y como supuse, no iba a ser un paseo triunfal y menos recorriendo un país tropical en temporada de lluvias. Pero sobre todo mediando las diferencias que se interponían entre los dos. Aunque la culpa no fue mía, sino de ellos, que incapaces de ver más allá, restaron importancia a su problema.

Así que una vez puestos... sucedió. El cisma tuvo lugar durante la noche y yo – mi nombre es Jorge – traté de reconciliarlos llevándolos a bailar salsa y beber ron en un desmadejado antro selvático. Al final tuve que capitular y admitir que mi idea había resultado ser el peor de los remedios. Acabamos borrachos los tres. Lo que evidentemente sólo condujo a que la situación entre ellos empeorase. Sucumbí a un irreconciliable sueño en el que se entremezclaban los gritos de ambos con mis pesadillas.
De madrugada, entre arcadas y convulsiones me desperté, y como buenamente pude repté hasta la calle donde vomité. Sólo entonces me di cuenta de que estaba solo. Luego vi el papel. Era una nota escueta y mal garabateada que Francisco había dejado sobre mis ropas, y donde me decía, que a resultas de la situación, Inés, con un cabreo de cuidado, había tomado las de Villadiego. Y, asimismo, “él” sintiéndose arrepentido – ¿tan temprano le daba por arrepentirse? – iba tras ella. En resumen, terminaba confusa, aclarando o queriendo aclarar que “trataría o tratarían” de aguardarme en Santa Fe... ¿o tal vez Santo Tomé? 
“Menuda elección” pensé. Ya que el hecho de permanecer encerrado en aquel “cajón de bambú” inmerso en una selva fosforito, con la resaca que llevaba, me hacía sentir igual que un recién nacido en un mundo alienígena. Y, además ¡ahogándome en un mar de lluvia! Y ni oír hablar de comunicaciones, como no fueran las lianas de los árboles.
En ese preciso instante unos golpes provocaron que la choza se bamboleara como un flan a punto de desmoronarse. Aguardé en silencio, ya no escuchaba la lluvia.
Una voz ronca, pero ante todo alterada, inquirió.
—¿¡Hay alguien ahí!?
Aspiré aire, tratando de reunir fuerzas y lograr que el efecto de mi voz resultara lo más regular posible. Y contesté.
—Sí ¿Pasa algo?
—N´a, soy la dueña ¿sabe? Soy África p´a servirle. Prosiguió la voz con más condescendencia. Luego añadió con timidez.
—Es que con tanto barullo... y como vi salir espantaos a sus amigos… Creí que t´o usté se habían marchao... sin pagá.
Oír aquello aún me sentó peor. Extraje un pañuelo de mi pantalón vaquero y me enjugué el rostro. Luego abrí el cerrojo y mi asombro debió de hacerse patente a los ojos de la mujer negra que aguardaba al otro lado.
—Perdón… ¿Cómo ha dicho?
—Le repito señó que sus amigos... ¡n´an pagao n´a de n´a!
Añadió, mientras hacía gesticular su aceitoso semblante.
—¡Coño! ¡Debí figurármelo! Dejé escapar. 
La mujer, testigo de mi confusión, pareció animarse. Alzó un dedo y agitándolo a los cuatro vientos, aseguró.
—¡Sí señó! Y yo pensé lo mismito. Porque enseguida que oí que esos dos pájaros se estaban poniendo picaos... ¿Sabe usté? ¡No me gustó una vaina! Por eso me vine hasta aquí. ¡P´a ver! Puntualizó satisfecha.
Me revolví los cabellos y sólo acerté a preguntar.
—Señora. Por favor... Tiene usted ¿café?
—Sí señó. Afirmó risueña. Murmuró algo para sus adentros.
Entonces se relamió los dedos, y contándoselos, apuntó.
—Vamo a ve... La cabaña p´a tres con café incluido dan... ¡Veinticinco pesos! ¿Paga ya…?
Extraje con resignación treinta. Ella hurgó entre sus zarrapastrosas faldas llenas de remiendos, colgantes y tiras de trapo. De un bolsillito sacó un montón de monedas y completó cinco pesos. Me los alcanzó y sin dejar de sobar a conciencia los billetes que le di los dobló, y desaparecieron en algún punto indefinido de su físico.

Mal o quizá bien informado por la tal África, supe que para volver a salir de “Las terrenas” (así se llamaba el inquietante lugar a donde me habían conducido mis “supuestos amigos”) me convenía coger una camioneta hasta Santa Fe, que al parecer era el pueblo más cercano. Incluso más que Santo Tomé, lugar por el cual habíamos ido. 
“Solo etá a cuarenta kilómetros de aquí. Cerquita señó.” Dijo con algo de guasa, y también como si se tratara de la cosa más natural. 
Santo Tomé quedaba a cuarenta y cinco kilómetros. Así pues daba lo mismo el camino que uno eligiera, ya que ambos eran igualmente malos. 
Una vez más recordé el infierno que habíamos padecido para llegar hasta allí. Montados en la trasera de las motocicletas que dirigían unos “Motoconchos”(Así nombraban por allí a los chicos que se afanaban empleando sus motos como si se tratara de taxis) tratando de evitar a cada embate el doloroso sufrimiento de mi pelvis. Desde luego, no resultó ser el sistema ideal, pero a fin de cuentas era un medio ligero y más efectivo que las camionetas (en tanto no les pincharan las llantas un excesivo número de veces). No tardé en descubrir que allí era muy raro dar con “Motoconchos”, pues preferían limitar su radio de acción a lugares poblados y no a aquel siniestro poblacho inmerso en el confín de la jungla.
Entré en una cafetería o por lo menos eso rezaba un asombroso cartel:
“Cafetería Vidal mensura y nivelación. Manuel Sarante.”
Nada más verme aparecer, un mocoso, con seguridad el hijo del tal Sarante, vino a atenderme. Lo primero que se le ocurrió preguntatrme fue si hacía “Boxin.”
—Boxin... ¿boxin? Y eso qué es. Pregunté con cierta ingenuidad. 
Él chico se limitó a cerrar los puños, flexionó los antebrazos y realizó unos amagos ante mis narices. Eso me hizo ver claro.
—¡Ah! ¿si boxeo? No, yo no. Pero en España teníamos a un tal “Perico Fernández” Ése – añadí – era bueno. Pero ahora nos tenemos que conformar con un gili al que llaman el “Potro de Vallecas.” Zanjé con suspicacia.
El muchacho me contempló de forma extraña, e inquieto, igual que un pura sangre momentos antes de la apertura del cajón, dio un pequeño respingo. Supongo que no debió de encajar lo que quise decir con lo de: “Gili y Potro de Vallecas...”, y debió tomarlo a mal. Desde luego de tonto no tendría un pelo, pero su rostro era un poema que relataba su malestar. No volvió a abrir la boca y se limitó a servirme la cerveza que le pedí mientras me observaba con recelo. 
Despaché la bebida y resolví buscar una camioneta para largarme cuanto antes, no fuera a ser que en cualquier momento la pandilla de amigos del “Boxin de la Selva,” se decidieran a comprobar hasta donde alcanzaban mis nociones de boxeo.

Salír a la calle, o mejor dicho a la selva, junto a la carretera (ya que el poblado consistía en una angosta callejuela a lo largo de la cual se apiñaban una docena de casetas) me resultó tan doloroso como recibir una puñalada en el pecho. Una mulata alta, de porte elegante, se cruzó en mi camino sin desdeñar dedicarme una mirada oscura y sugerente, pero también injuriosa. En cuanto a aquellas casetas, construidas de forma anárquica y decoradas en tonos chillones no parecían de este mundo. ¿O yo era el extraño? El hecho, es que posar los ojos en sus fachadas durante un segundo me producía dolor de cabeza. Creí adivinar porque las decoraban de esa forma. Trataban de zafarse de la esclavitud que imponía el disfraz de la selva. Ya que, descubrirse inmerso en aquella descocada orgía de troncos, lianas y madreselva, producía – por lo menos en mí – y quiero estimar que otro tanto les ocurría a los habitantes, una agobiante sensación de estragulamiento. Donde, además, por mucho que uno se esforzara en buscar algo diferente, imponiendo su dictadura, la mirada siempre tropezaba con el mismo matiz: Verde. Loros verdes, serpientes verdes, ranas verdes, escarabajos cuyo caparazón verde refulgía en la oscuridad, líquenes, musgo... Hasta la comida consistía en una amalgama de verdura “verde”, valga la redundancia.
La primera cerveza consiguió despejarme; aunque no lo suficiente. De modo que al subir a la camioneta, repleta en su mayoría de mestizos y negros amables pero con los que por fuerza uno debía comportarse de forma razonable, pues todos esgrimían convincentes machetes, el estómago se me puso del revés. De modo que obligado por las circunstancias y sin ánimo de resultar descortés, me revolví jugándome mi sonrosado pellejo entre miradas airadas y bultos difíciles de distinguir, me abrí paso hasta la barandilla y despaché a gusto junto a unos críos, que para gracia o desdicha disfrutaban del viaje de la misma forma que yo. Empezamos a descender un puerto de montaña, y el chófer, hombre de apariencia afable y dicharachera, pero también humilde y sobre todo consciente de los límites de su destartalada camioneta, advirtió que al ir sobrecargada, podrían fallarle los frenos. No fue necesario escuchar más, puesto que algunos hombres – entre los que por expreso deseo figuraba yo – nos apeamos y continuamos a pie durante un buen trecho. 
Aquello me pilló de carambola, pero resultó ser buena elección, pues me permitió recobrarme y de paso logré tomar unas fotos del espléndido paisaje con mi vieja máquina kodak. Ya que hasta ese instante mi martirizado trajín a bordo de aquella olla exprés, me había impedido ser consciente del encanto del lugar.
A nuestros pies, con su trasnochado puerto contaminado por la fábrica de fosfatos, estaba Santa Fe. Y, a continuación, cediendo siempre terreno, pero vivo, el inconmensurable manglar. Unos chicos que desde hacía un rato caminaban a mi lado sin poder disimular ávidas miradas que se posaban con codicia sobre mi reloj de pulsera, se unieron a mí. Y me explicaron con orgullo, que en el manglar vivían unos animales – redondos y gruesos – llamados manatíes. Por lo visto su carne era deliciosa. Me pareció natural que no entendieran a santo de qué al gobierno le daba por protegerlos. La extinción de las especies y el ecologismo quedaban lejos de su visión más preocupada por problemas para ellos tan reales y acuciantes, como el hambre y la miseria. En ese instante mi reloj se puso en acción emitiendo un estridente pitido, que me indicaba – me corrijo – nos indicó (tanto a ellos como a mí) que eran las dos y media de la tarde. Sólo el hecho de olvidar desconectar la alarma logró hacer que me arrepintiera; podría costarme caro. Y no me equivoqué, ya que en cuestión de segundos los mozos estaban pegados a mí, armados con sus relucientes machetitos. Sujetaron mi reloj – aún en mi muñeca – como si ya fuera suyo, mientras lo examinaban. Sólo tras un minucioso repaso que dio la impresión de prolongarse varias horas, concluyeron.
—¡Ah! Chavón, si e un Caaasio.
—Igualito que el mío, dijo uno.
—No. Peor, añadió el otro.
Puse cara de imbécil y sonreí. Y ellos, haciendo aspavientos, malogrado su interés por mis enseres de turista arruinado, se alejaron tan panchos. Y ahora, debo añadir que nunca me he sentido tan orgulloso de ser un tipo vulgar. Pues de lo contrario, otro gallo habría cantado.
La camioneta nos aguardaba más abajo. Nos volvió a recoger y me dejó en Santa Fe.
Santa Fe parecía un pueblo fantasma. Un silencio abrumador imperaba en el ambiente, donde el silbido de la brisa al agitar las contraventanas, filtrarse por los resquicios de las casas de madera y hacer golpear las puertas, era el único vestigio de una vida entumecida. Caí en la cuenta, era hora de sesteo. Las calles sucias, polvorientas por la mezcla de fosfato, barro y salitre, se desleían en un olor acre que se combinaba en unión con restos de pescado podrido. 
Subían la pesca desde el puerto en carromatos que eran saqueados, desde el aire, por bandadas de gaviotas y en tierra, por camarillas de gatos silvestres. Mientras que en las aceras, los perros, sempiternos enemigos, derrotados y famélicos, como si las ganas de vivir les hubieran abandonado para siempre y no parecían aguardar mejor futuro, que servir de menú en cualquier restaurante chino del lugar, agonizaban de consunción física y moral.
Entré en una licorera. Mi intención era informarme de los horarios de las guaguas (autobuses de línea). Alguien dijo que el próximo no saldría hasta las siete y media de la tarde. En ese momento el corazón me dio un vuelco y con ahínco renovado me regresó el dolor de cabeza. Acabé por resolver que lo mejor era aprovisionarme de una ración de cerveza y dejar correr el tiempo.
Dirigiéndome al dueño, un viejo cuyo perfil afilado y famélico – con singular parecido al de los canes – y mirada torva, no presagiaban nada favorable, le pregunté. 
—¿Por casualidad no sabrá usted de un sitio donde esperar...?
De golpe, el rostro cansado del viejo pareció avivarse y relució de satisfacción. Mi pregunta pareció entusiasmarlo y en un santiamén me resolvió la papeleta. Sorteando con dificultad la barra de madera me alcanzó un tosco balancín.
—¡Toma chico! Aquí ties. Siéntate junto a la puerta. En el porché de mi tienda. ¿T´a claaro?
Al principio no entendí su actitud ni su amabilidad, aunque no tardé en ser testigo de sus intenciones propagandísticas.
—¡Pasen, pasen! ¡La mejor tienda de licores! Y aquí en la mismita puerta etá un epañó y también le sirvo al inglé y al francé y al gringo. ¡Tambié al gringo...!
Llegado un momento mi cuerpo no pudo soportar más alcohol. Cansado de permanecer en aquel lugar y respirar el olor a licor fermentado y aceite de soja, decidí movilizarme hasta dondequiera que estuviera la parada, no fuera a ser que después de todo, por remolonear, fuese a perder el único transporte que me podía sacar de aquel agujero. Ya que solo el hecho de tener que afrontar una noche en aquel lugar, me hacía enfermar.

Seguí el consejo de un estibador que recostado en un banco le tomaba el pulso a una botella de aguardiente. Descendí por una calle y al final, en la esquina de una placita absorbida por un vergel de plataneros, di con la sucursal. 
Compré el billete a un empleado que me atendió con actitud indolente y apenas se esforzó en esbozar un gesto para indicar el lugar dónde estaba la parada. Al volver a la calle Dios, los ángeles o la marimorena, habían vuelto a desatarse y una vez más, diluviaba. Traté de retroceder y resguardarme en la agencia, pero el cajero o alguien con mala leche, habían echado el pestillo y nadie osó mover un dedo en mi ayuda. Giré sobre mis talones y entonces lo vi. Se trataba de un caserón blanco, idéntico a los de las pelís del Oeste, bajo cuya fachada aguardaba un acogedor pórtico donde guarecerme.
Hacia allí me encaminé. 

Comenzaba a subir las amplias escaleras cuando a mis espaldas una voz me dio el alto. Quise volverme y ver qué sucedía y entonces el frío y desagradable contacto de algo metálico en mí nuca, me paralizó. Ni siquiera vi el rostro del hombre que estaba a mis espaldas, pero a cambio recibí un mazazo que me hizo doblarme. Caí de rodillas. Alguien me ordenó que me levantara y alzara los brazos, y alguien más me registró y sustrajo todo lo que llevaba: billete de autobús, tabaco y llaves incluidas. A continuación, sin más preámbulos, me izaron y con menos afecto que a un saco de basura me arrojaron al interior de una camioneta. Dentro había más hombres, y apestaba a miedo y sudor. 
Nos condujeron a un barracón. Me introdujeron aparte; en una especie de zulo con suelo de cemento y techo y paredes recubiertas de cartón. En el centro había una mesa con una silla y en un rincón un lavabo. Me obligaron a desnudarme y me maniataron a la silla. También tuvieron el detalle de enfundarme en un saco de esparto. Entonces entró otro hombre. Lo supe por el repicar de sus tacones. Evidentemente no me retiró el saco; por algo me lo habían puesto. Pero se interesó – supongo que por decir algo – por si tenía hambre. Contesté mediante un escueto movimiento de la cabeza, ya que me sentía incapaz de articular palabra. Por fin el tipo se destapó y abordó lo que le interesaba saber.
—Y... ¿Cómo le va a tu amigo el “Manco”?
—El manco… ¿Qué manco? Contesté sin entender.
—¡Zas, Zas! Me soltó dos guantazos con algo que impactó en mi rostro enfundado como si me tragara una farola. De inmediato adiviné el segundo motivo por el que me habían cubierto. No era sólo para no verlos, sino para no causar excesivas magulladuras en mi cuerpo al atizarme. 
—Oiga ¡Le juro que no tengo idea...!
—¡Zas y Zas! ¡Venga ya tarao! Ties que ser má colaborador… Tarao... 
Y dale, ahora le daba con la cantinela de llamarme tarao.
—¿Dónde etá tu amigo el manco? Repitió. Como si no hubiera oído.
—Oiga... ¡Tienen ustedes mis papeles. ¿Verdad? Pues comprueben quien soy. Les sugerí hecho un basilisco y...
—¡Zas y Zas! Lo estamo hasiendo muchacho. Lo estamo hasiendo... Pero me parese que no te va a servir de n´a. 
Y añadió.
—Ecucha chavón. Como seas el tarao tu vida no vale n´a.
—¡ZAS! Esta vez el puerco sólo soltó un sopapo, aunque de órdago. A continuación le oí retirarse.
Me retuvieron allí… ¡Qué se yo! Tal vez toda la noche. Me dio tiempo a hacer cábalas de todo tipo. Entre otras, me dio por ponerme a pensar en mis “amigos,” Inés y Francisco. A lo mejor resultaba que no eran tan amigos ni tan ingenuos como yo había supuesto. ¿Cómo no lo vi antes? Pero claro, uno intuye lo que quiere cuando lo espera; lo mismo que ve lo que le apetece y lo que no... no. Fue en aquellas broncas que se cocieron durante los últimos días, justo antes de su misteriosa desaparición... ¿Hubo algo más que un desliz amoroso? 
Evoqué cómo mientras dormitaba entre efluvios etílicos había oído ciertos fragmentos... En un momento hicieron alusión a no sé qué clase de movimiento. ¿Cómo dijeron? FML o tal vez ¿FARC...? De todas formas me importó un bledo. Mientras pudiera no pensaba hablar. Aunque estaba seguro que si se propusieran apretarme las clavijas me sacarían hasta el “rosario de la aurora.”
Al día siguiente volvieron a llevarme a la habitación. El hombre de los tacones se presentó de nuevo, y la verdad, ya no me sentí tan envalentonado como la vez anterior. Lo cierto es que estaba asustado. El tío empezó.
—¡Muy bie etranjero! ¿De dónde vainas dices que eres?
—Español.
—Epañol. Ya... ¡Te voy a desir solamete ua cosa! 
Estaba cerca. Tan cerca que hasta pude oler su apestoso aliento a través de la malla.
—¡Tú no te va de la lingua! ¿Vale? No sabe n´a. No ha visto n´a y mucho men, a ¡nadie! ¿Oyes? ¡NADIE! te ha puesto las mano ensima. ¡M´as oído revainas! Como se te vaya la lingua l´as palmao de verdad. ¡So maricón! 
No. El tipo no resultó ser – lo que se dice – amable.

Me devolvieron los papeles y hasta me proporcionaron un billete para la misma hora que el “bus” anterior. Alguien, y desde luego cabe decir con mejores modales que el individuo que me estuvo atendiendo, pero también unos aires de finolis resabiado, me recomendó que me largara del país “antes de veinticuatro horas.” Luego me embarcaron en la camioneta y aparecí tirado en el barro, delante de la casa donde me habían atrapado como a un polluelo “espantao”. Sí, allí estaba yo. ¡Exactamente en el mismo lugar...!
Entonces salió la mujer de la casa o simplemente... aquella mujer. Yo estaba agachado, apoyado en la barandilla de la entrada, trataba de exprimir la ropa, en concreto la camisa, que había quedado hecha una pifia. 
Me saludó con una sonrisa y me invitó a pasar. En principio denegué su propuesta, restando importancia al asunto. En el fondo ni yo mismo sé por qué lo hice. Tal vez mi situación de hombre solitario en un país desconocido. Pero cuando fui consciente de que estaba frente a una mujer, y no precisamente una niña, mi orgullo se desvaneció. Si bien resultaba obvio, era bella, pero no una belleza común, poseía algo más que me producía un efecto relajante y muy agradable, pero sobre todo me fascinaron sus rasgos. Su rostro de nariz perfilada y piel oscura, sus ojos de mirada serena y su obvia mezcla de sangres. Y antes que nada, sus modales. Era educada y reverente. Aunque quien invadiera su hogar era yo. Cuando insistió en que pasara a la casa, me sentí incapaz de hacerlo. Pues con tenerla allí – a mi lado – me sentía cohibido. Al final hizo un gesto y desapareció en el interior; y yo, como un perro temeroso de perder a su amo, fui tras ella. Me aguardaba dentro, sabía que la seguiría. Me invitó a pasar a una habitación en penumbra. Me dejó y se marchó un momento para a continuación regresar con un cubo de agua y una toalla, y con cuidado, lavó y curó mis heridas; sin preguntar qué había ocurrido. Pues aquella pregunta sin duda sobraba. Lo sabía. Sí, demasiado bien...
Faltarían dos o tres horas para coger la guagua. Empezamos a hablar, inmersos en una charla tranquila, como si nos conociéramos de toda la vida. Y no sé por qué tuve que contarle la historia de la deportación de los negros a América: su captura en África, las cadenas con que los aprisionaban, la horrible travesía en los barcos negreros. Con seguridad mi adversidad anterior me hizo pensar en lo dura que habría sido la vida de esos hombres, y en lo mal que lo habrían pasado. Ella me escuchó asintiendo siempre sonriente, y luego me aseguró que no sabía nada de aquello. ¿Mintió? No lo sé, tampoco me importó. Y a cambio, me narró cómo vivía, la miseria de su tierra, y por qué había tenido que dejar la capital donde afirmaba que ya no había trabajo más que para desenvolverse vendiendo droga o ejerciendo la prostitución. Y, sin embargo, no todo lo que dijo era malo. También sugirió cosas agradables sobre fiestas y amigos. Hasta que en un momento dado, me preguntó qué me había parecido su país. Y yo le dije, obviando lo demás, que era hermoso. Pero sobre todo pensé que lo más bonito había sido conocerla. Entonces ella, no recuerdo si se llamaba Duina, Ghana o Celia, me miró a los ojos y leyó mis pensamientos. Seguro. Sólo hizo una pregunta.
—¿Volverás?
Se me hizo un nudo en la garganta, no pude contestar. No recuerdo como fue, pero de repente ella estaba entre mis brazos, y yo la besaba con deseo, con decisión y ella me correspondía. Hicimos el amor de forma dulce y experimentada, sin titubeos, sin indecisiones; como si lleváramos haciéndolo millones de veces en millones de vidas anteriores… Y ahora recuerdo, que el corto espacio de tiempo que estuve junto a ella, me pareció una eternidad…

El autobús aguardaba. Nos abrazamos y nos besamos con cariño... No, con amor, una última vez… Me fui sin atreverme a volver la vista atrás. Salí del país. Y desde entonces no he dejado de mirar hacia delante. 

De aquello ya han transcurrido más de quince años. Todavía no he vuelto y quizá ya jamás lo haga. Aunque nunca he dejado de pensar un solo día en hacerlo...

José Fernández del Vallado. Josef. 2009

40 comentarios:

MBI dijo...

It´s not too late...
vuelve ese pensamiento se convertira en obsesiva pérdida, vuelve como sea... come patatas, pide limosna, todo esta resuelto en un sueño.

toñi dijo...

No me estraña que a pesar de haber pasado tanto tiempo señes con volver

Un beso

Maybe dijo...

Resulta difícil olvidar ese encuentro que evocas hoy, como si fuese ayer que lo hubieses vivido.
Saludos.

SOMMER dijo...

Creo que deberías volver. Nunca es tarde...

Secret! dijo...

Sommer tiene mucha razon.. nunca es tarde para volver.
Un besiitoo y gracias por pasarte por mi blog
suerte !

AraL dijo...

Todo camino tiene su ida y su regreso, en ti está el querer volver a trazarlo de vuelta y núnca es tarde.

Salu2

LiterataRoja dijo...

Siempre la vida nos da tregua...

besos

MBI dijo...

4 dias despúes, 8, has vuelto a olvidar volverrrrrrrrrrrrr

Alimontero dijo...

Que hermoso este lugar Josef...no había venido...
Bella historia, con todos sus ingredientes y tan bien relatado...
Qué maravilla...volver??? qui lo sá! ;-)
Un abrazo amigo, y de aquí seremos tambien!!

Ali

Carolina dijo...

Nunca es tarde para volver. ¿Aunque, ese lugar está lleno de guerrilleros? mmmmm me lo pensaría dos veces antes de volver.
Bonito espacio.
Un abrazo

roxana dijo...

que relato! para olvidarlo! Vuelve, pues si esta en tu memoria hacerlo es porque debes cerar el circulo. un beso!

M. J. Verdú dijo...

Es evidente que sueñas volver... gracias por las palabras dejadas en mi blog. Besos y feliz semana

Gladys Acha y Sergio Soler dijo...

Hola, llegamos aquí desde "vuelos y alcances", lamentablemente, entre el color amarillo de la letra, los colores del fondo y la extensión de los textos, nos ha sido imposible terminar de leerte.
De todas formas, te felicitamos por la estética y lo poquito que pudimos vislumbrar.
Saludos.

theodore dijo...

Excelente relato, toda una aventura para recordar... Y menos mal que la puedes recordar, porque seguro que en más de un momento tuviste que pensar que de ahí no volvías. Al menos tuvo un final si no feliz, muy reconfortante :-)
Encantado de tu visita a mi blog. Yo volveré por aquí.

brujita dijo...

¡Que aventura!...con el tiempo debe de convertirse en imagen borrosa e irreal...Quizá fuera bueno regresar y refrescar tu recuerdo.

besito volado

Luísa dijo...

Obrigado pela visita ao meu blog.Gostei muito do cúspide e voltarei.Só tenho pena de não saber escrever em espanhol, esparo que me entenda.
Bjs

Allek dijo...

hola.. pasaba a presentarme..
un abrazo!!!

lys dijo...

Después de quince años se tiende a sublimar lo bueno, a realzar lo que tuvo de aventura. El verde es más verde con el tiempo, y el calor de unos ojos más amable.

Después de quince años regresar será un decepción, todo habrá cambiado. Seguramente tan sólo permanecerá la violencia. La mujer... ¿dónde estará? Los recuerdos embueltos en bruma son el bagaje que nos enriquece y nos hace únicos

Aunque si no vas, ¿como lo sabrás?

No te he ayudado lo sé. Un desastre.

Te dejo un beso.

Silvia_D dijo...

Y volver, volver... volver... atras en la memoria, en el tiempo...

Genial, tu relato, querido, felicidades!!

Besosssssssss

roxana dijo...

paso a dejarte un saludo. buena semana!
roxana

Anna dijo...

Josef, un relato con una estupenda narrativa...donde se aprecia una cierta añoranza.
Gracias por las palabras dejadas en mi blog, me alegra y anima a seguir el que te haya gustado. Yo tambien te enlazo en mi blog.
saludos.

Café con Agua dijo...

Increible relato... y sorprendente tu blog!

Soñadora dijo...

Josef, creo que lo que mas me gusta de tus relatos es que siempre queda la duda de cuánto es realidad y cuánto ficción!
Besitos,

Arwen dijo...

Preciosos relato me ha gustado mucho y tu blog en general.

Un saludo y nos leemos.
Arwen

Diego dijo...

buen blog psa al mio
http://dangaliot.blogspot.com/

Vade Retro dijo...

Solo la memoria le da la eternidad a los recuerdos.

Paco Bailac dijo...

Vengo para dejarte un abrazo cordial...


pacobailacoach.blogspot.com

Menta dijo...

Dicen que a veces las segundas partes no son igual que la primera vez...quizas por ahi solo se trata de iniciar algo nuevo

Un beso Josef.

Menta

T3Mo dijo...

Genial trabajo1

Recomenzar dijo...

Excelente texto un juego de palabras que enganchan hasta rl final

Gara dijo...

Magnifico texto q engancha de principio a fin...

Nunca es tarde...

Besos

Guerrera de la LUZ dijo...

Jo... escribes MUY bien.

Besos.

Guerrera de la LUZ dijo...

De Pozuelo tenías que ser¡¡ :P

Julia Hernández dijo...

Lo he leído varias veces y me encanta, un viaje un poco accidentado, con varios guantazos o piñazos, diría yo jajaja, y el exquisito final me emocionó. Un abrazo a mi escritor preferido.

Lydia Raquel Pistagnesi dijo...

Amigo: Muy bueno tu relato , lo lei dos veces y aquí te dejo mi huella.
Te espero en mi blog cruzando el mar
Cariños desde Argentina

Lydia Raquel Pistagnesi

Adrianina dijo...

Muchas veces he tenido esta sensación de querer regresar a un lugar, no importa si fuí feliz o no en el.
Que bien pudiste plasmar ese sentir Josef.

Excelente narrativa, con un nivel de detalle admirable.

Te dejo un beso grande.:-)

M. J. Verdú dijo...

Paso a saludarte y a dejarte mi cariño

Ana dijo...

Me quedo con tu Forner metidos en una selva de Calcuta. Te cuento luego cómo me va.

Abrazo

IrinaCristina dijo...

precioso...felicidades...un fuerte abrazo pryncess

M. J. Verdú dijo...

Paso a leerte y a dejarte un cariñoso saludo